lunes, 30 de julio de 2012

LAS PENAS DE MOJO


Pensé, señor Conde, que hablaba usted de mí. Valla ilusión la mía. Desde jovencito inmerso en las masas, creí un día que podría librarme del polvo blanco de la harina sacudiéndome la cabeza para introducir en su masa encefálica (la mía, no vayamos pensar mal) la virtud del conocimiento exotérico y, así, ser capaz de librar mis padres del arduo trabajo de producir pan para todos, los del lugar y adyacencias. Hasta los diez años cumplí todo el currículo del estudio básico: leía clásicos, como el increíble Mickey Mouse; me deliciaba con historias de  sheriffs, en las que se destacaba la asombrosa rapidez en el engatillamento   de uno o dos revólveres seguido de la infalible precisión de las balas, lanzadas siempre en dirección al pecho de algún impostor, un desalmado o cualquier enemigo de lo justo y socialmente considerado correcto. A “escondidas”, en la biblioteca del colegio Fernando Blanco, sensibilizado por el ondear de la bandera de España y el badalar de las campanas del reloj alemán, obra de ingeniería mecánica que pocos han tenido la curiosidad de ver, conseguía yo chapuzar por el interior de algunas páginas de obras consideradas aptas solo para mayores, como la Celestina. Armado de noble linaje y blanco ingenio, infantil ilusión dotada de esperanza, mediana altura en cuerpo de crianza, sublimaba yo el futuro como si de hecho fuera legítimo heredero de España. Lo había oído decir de la boca del general de todos los generales, el futuro era mío, nuestro, de todos los niños y niñas del país que yo empezaba a conocer y mal lo podía entender. Lo poco que venía de Cuba mal daba para sostener los albaceas, entre los que se encontraba el párroco de Toba. Sin un patacón de sueldo real, los maestros mostraban total desinterés por la lengua y una atracción mórbida por el palo duro y el coscorrón dolido eran respuesta a cualquier pregunta de orden por el origen y transparencia del conocimiento.

Pau que crece torto morre torto. En los diez años que siguieron al cumplimiento de la primera decena de mi vida, en el primer cuarto del año 50 del siglo pasado, la ilusión fue siendo modelada para que la esperanza se mantuviese en los límites convenientes al conservadorismo clásico de la historia de terratenientes.  Yo los conocía, era un poder semi-oculto que destacaba su presencia en las procesiones, con cierta promiscuidad en el trato con las autoridades continuamente expuestas, como lo eran el cura, el alcalde y el teniente de la guardia civil. Antes de alcanzar la edad en que mis padres perderían el derecho a la administración de mi destino, fui excluido de la clase propuesta para ser dueña de España y, algunos días después de haber cumplido los 21 años de existencia, mi vida era sostenida con dulces plátanos de la cosecha de un pueblo habitante en la enorme extensión perteneciente a una pacífica nación de América del Sur. Esa dulzura dio ocasión al trabajo ajeno y, con él, a un sueldo que me permitiría repetir, en diferente lengua, el camino básico que me llevaría a la obtención de varios títulos técnicos y académicos de elevada procura. Todo con el esfuerzo de mi dedicación, sin olvidar mis deberes para con mi familia, la del nuevo mundo y la de España.

Hoy ha temblado Galicia. Ha temblado por lo incognito que viene del profundo atlántico y también de lo que adviene del orgullo herido por la austera participación de los guerreros del balompié en los juegos de Londres. Es de derecho temer lo que es temido. Del mismo modo también es gracioso amar todo que es querido. La masa me trae buenos recuerdos. El sudor combinado con trigo, centeno y maíz, cocidos en horno calentado con leña, que yo iba buscar a los montes de la armada, daban un sabor diferente a la vida. Reforzaron el temple de mis piernas y fortalecieron los músculos del cuerpo, que hoy me sostienen caminando por el valle de la tercera edad en el otro extremo de la vida. Son las penas quedadas al remojo lo que impide que el cuerpo fluctúe al aire, exento de miedos, angustias y el mórbido dolor reflejo del pasado. Eso sí bien lo sabe el loro Foderico.


jueves, 26 de julio de 2012

AMOR DOLIDO


Muy buenos días, amigo conde, en este pos-día  del glorioso señor Thiago, el mejor de los apóstoles de la Galilea antigua, traducido hoy como el magnífico contaminante  polvorero de los cielos lindos en los viejos campos iluminados con el blanco lácteo de la vía estelar.

Hoy me divido entre los deseables comentarios suyos  y las tormentosas coletillas de Melena, expuestas en las tres partes que parten de su (de ella) guijarro temperamental.

Creo que pocos son conscientes del alcance metafísico de la instrucción universitaria, principalmente si consideramos una universidad virtual capaz de incrementar el número de matriculados en más de 10 mil al año. Un verdadero milagro del apóstol Jacob en tierras de de la mancha, propio de la multiplicación del euro en las bankias de Hispania. Sin duda, algo muy poderoso que se agrega al fondo de los doscientos mil estudiantes que ya tenía, y sin cualquier costo adicional  de las transferencias del Estado, lo que, sin margen a cualquier duda, refuerza el carácter milagrero en plena edad de los recortes al idealismo austero de lo que se creía justo, honesto y verdadero. Un fin propuesto sin cualquier finalidad del saber, que propone invertir mucho en poco y  de ninguna utilidad. No me digan que el desempleo del estudioso universitario es algo digno de llamarse útil, porque nada es útil si te tiran el pan, el aire, la ilusión...

 “Cuando un mito encuentra otro mito, la colisión es real”. “La mentira tiene piernas cortas pero sabe muy bien donde debe ponerlas”. “El principal deber de la razón es desconfiar de la inteligencia de los otros”. Frases atribuidas al escritor polaco Stanislaw Jersy Lec.

Ayer me dirigí a la facultad de derecho en el largo San Francisco. Lo hice por sugestión de un promotor de justicia, quien me recomendara salir de un círculo hostil e ingresar en otro donde la ilusión crece ingenua, libre de los escollos que el derecho traidor interpone en el camino de un joven peregrino. Llegué a los pies de la catedral a lombo de un veloz burro que, como el gusano, anda debajo del obscuro suelo y lo denominan Metro. Lo que vi en la plaza, que se apoya sobre una monumental obra de la ingeniería civil, fue algo típico de la descripción dantesca de la macabra comedia narrada en su viaje al infierno de Dante Alighieri. Por todo lugar había cuerpos  extendidos en el suelo, sucios, mal olientes; algunos con colilla en la boca, otros me miraban con ojos de la indiferencia  del que nada ve y a todos asusta. La puerta de la catedral estaba abierta. En la escalinata, un grupo de turistas se  tiraban foto. Dos niñas rubias, 15 años, pantalón corto, tenis caro en los pies y vientre expuesto  al estilo de quien se va a la playa, componían el grupo de turistas. A su lado, otras dos, aparentemente también niñas, integraban el escenario enfocado por la gran puerta del imponente templo construido en el siglo XX.  No buscaban salir en la foto. Exhibían la preeminencia de pechos colosales, piernas hermosas y bien torneadas, expuestas hasta el nivel en que el seso se muestra tabú, y el resto, con indicios de que la parte más cubierta era la cabeza, en la que abundaba el velo de oro. Esas dos jóvenes se insinuaban sin ningún tipo de pudor a todos que delante de ellas pasaban, indiferentemente si se traba de turistas, jóvenes o viejos, pastores o curas, abogados o meliantes, eran el espejo de la modernidad a iluminarnos con las costumbres antiguas.