Pensé,
señor Conde, que hablaba usted de mí. Valla ilusión la mía. Desde jovencito
inmerso en las masas, creí un día que podría librarme del polvo blanco de la
harina sacudiéndome la cabeza para introducir en su masa encefálica (la mía, no
vayamos pensar mal) la virtud del conocimiento exotérico y, así, ser capaz de
librar mis padres del arduo trabajo de producir pan para todos, los del lugar y
adyacencias. Hasta los diez años cumplí todo el currículo del estudio básico: leía
clásicos, como el increíble Mickey Mouse; me deliciaba con historias de sheriffs, en las que se destacaba la asombrosa
rapidez en el engatillamento de uno o dos revólveres seguido de la
infalible precisión de las balas, lanzadas siempre en dirección al pecho de
algún impostor, un desalmado o cualquier enemigo de lo justo y socialmente
considerado correcto. A “escondidas”, en la biblioteca del colegio Fernando
Blanco, sensibilizado por el ondear de la bandera de España y el badalar de las campanas del reloj alemán,
obra de ingeniería mecánica que pocos han tenido la curiosidad de ver, conseguía
yo chapuzar por el interior de algunas páginas de obras consideradas aptas solo
para mayores, como la Celestina. Armado de noble linaje y blanco ingenio,
infantil ilusión dotada de esperanza, mediana altura en cuerpo de crianza,
sublimaba yo el futuro como si de hecho fuera legítimo heredero de España. Lo había
oído decir de la boca del general de todos los generales, el futuro era mío,
nuestro, de todos los niños y niñas del país que yo empezaba a conocer y mal lo
podía entender. Lo poco que venía de Cuba mal daba para sostener los albaceas,
entre los que se encontraba el párroco de Toba. Sin un patacón de sueldo real,
los maestros mostraban total desinterés por la lengua y una atracción mórbida por
el palo duro y el coscorrón dolido eran respuesta a cualquier pregunta de orden
por el origen y transparencia del conocimiento.
Pau que crece torto morre torto.
En los diez años que siguieron al cumplimiento de la primera decena de mi vida,
en el primer cuarto del año 50 del siglo pasado, la ilusión fue siendo modelada
para que la esperanza se mantuviese en los límites convenientes al conservadorismo
clásico de la historia de terratenientes. Yo los conocía, era un poder semi-oculto que destacaba
su presencia en las procesiones, con cierta promiscuidad en el trato con las
autoridades continuamente expuestas, como lo eran el cura, el alcalde y el teniente
de la guardia civil. Antes de alcanzar la edad en que mis padres perderían el
derecho a la administración de mi destino, fui excluido de la clase propuesta
para ser dueña de España y, algunos días después de haber cumplido los 21 años
de existencia, mi vida era sostenida con dulces plátanos de la cosecha de un
pueblo habitante en la enorme extensión perteneciente a una pacífica nación de
América del Sur. Esa dulzura dio ocasión al trabajo ajeno y, con él, a un sueldo
que me permitiría repetir, en diferente lengua, el camino básico que me
llevaría a la obtención de varios títulos técnicos y académicos de elevada
procura. Todo con el esfuerzo de mi dedicación, sin olvidar mis deberes para
con mi familia, la del nuevo mundo y la de España.
Hoy ha
temblado Galicia. Ha temblado por lo incognito que viene del profundo atlántico
y también de lo que adviene del orgullo herido por la austera participación de
los guerreros del balompié en los juegos de Londres. Es de derecho temer lo que
es temido. Del mismo modo también es gracioso amar todo que es querido. La masa
me trae buenos recuerdos. El sudor combinado con trigo, centeno y maíz, cocidos
en horno calentado con leña, que yo iba buscar a los montes de la armada, daban
un sabor diferente a la vida. Reforzaron el temple de mis piernas y fortalecieron
los músculos del cuerpo, que hoy me sostienen caminando por el valle de la
tercera edad en el otro extremo de la vida. Son las penas quedadas al remojo lo
que impide que el cuerpo fluctúe al aire, exento de miedos, angustias y el mórbido
dolor reflejo del pasado. Eso sí bien lo sabe el loro Foderico.