Muy
buenos días, amigo conde, en este pos-día del glorioso señor Thiago, el mejor de los apóstoles
de la Galilea antigua, traducido hoy como el magnífico contaminante polvorero de los cielos lindos en los viejos
campos iluminados con el blanco lácteo de la vía estelar.
Hoy
me divido entre los deseables comentarios suyos y las tormentosas coletillas de Melena, expuestas
en las tres partes que parten de su (de ella) guijarro temperamental.
Creo
que pocos son conscientes del alcance metafísico de la instrucción
universitaria, principalmente si consideramos una universidad virtual capaz de
incrementar el número de matriculados en más de 10 mil al año. Un verdadero
milagro del apóstol Jacob en tierras de de la mancha, propio de la
multiplicación del euro en las bankias de Hispania. Sin duda, algo muy poderoso
que se agrega al fondo de los doscientos mil estudiantes que ya tenía, y sin
cualquier costo adicional de las
transferencias del Estado, lo que, sin margen a cualquier duda, refuerza el carácter
milagrero en plena edad de los recortes al idealismo austero de lo que se creía
justo, honesto y verdadero. Un fin propuesto sin cualquier finalidad del saber,
que propone invertir mucho en poco y de
ninguna utilidad. No me digan que el desempleo del estudioso universitario es
algo digno de llamarse útil, porque nada es útil si te tiran el pan, el aire,
la ilusión...
“Cuando un mito
encuentra otro mito, la colisión es real”. “La mentira tiene piernas cortas
pero sabe muy bien donde debe ponerlas”. “El principal deber de la razón es
desconfiar de la inteligencia de los otros”. Frases atribuidas al escritor
polaco Stanislaw Jersy Lec.
Ayer me
dirigí a la facultad de derecho en el largo San Francisco. Lo hice por
sugestión de un promotor de justicia, quien me recomendara salir de un círculo
hostil e ingresar en otro donde la ilusión crece ingenua, libre de los escollos
que el derecho traidor interpone en el camino de un joven peregrino. Llegué a
los pies de la catedral a lombo de un veloz burro que, como el gusano, anda
debajo del obscuro suelo y lo denominan Metro. Lo que vi en la plaza, que se
apoya sobre una monumental obra de la ingeniería civil, fue algo típico de la
descripción dantesca de la macabra comedia narrada en su viaje al infierno de
Dante Alighieri. Por todo lugar había cuerpos extendidos en el suelo, sucios, mal olientes;
algunos con colilla en la boca, otros me miraban con ojos de la indiferencia del que nada ve y a todos asusta. La puerta de
la catedral estaba abierta. En la escalinata, un grupo de turistas se tiraban foto. Dos niñas rubias, 15 años,
pantalón corto, tenis caro en los pies y vientre expuesto al estilo de quien se va a la playa, componían
el grupo de turistas. A su lado, otras dos, aparentemente también niñas,
integraban el escenario enfocado por la gran puerta del imponente templo
construido en el siglo XX. No buscaban
salir en la foto. Exhibían la preeminencia de pechos colosales, piernas
hermosas y bien torneadas, expuestas hasta el nivel en que el seso se muestra
tabú, y el resto, con indicios de que la parte más cubierta era la cabeza, en
la que abundaba el velo de oro. Esas dos jóvenes se insinuaban sin ningún tipo
de pudor a todos que delante de ellas pasaban, indiferentemente si se traba de
turistas, jóvenes o viejos, pastores o curas, abogados o meliantes, eran el espejo
de la modernidad a iluminarnos con las costumbres antiguas.
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