¡Caramba!
amigo
conde¡, veo como algunos de sus
plumeros se lucen poniendo bajo sus pies los espinos que arrancan de las rosas,
al mismo tiempo que el perfume que de ellas emanan la introduce por sus narices
en un continuado esfuerzo para solventar la aromaterapia de la retaguardia guerrera.
Es el caso del incendiario Nero, antiguo contubernio
en la paz social de los ocho años
pasados. ¿Os acordáis cuando este señor se escandalizaba por los escritos de
Ceeíbero, cuando este relataba las maravillas del pirarucú, la carne deliciosa
del bayacú después de arracarle, con los cuidados de un pescador experiente, su mortífera bolsa de
veneno?. Eso para no hablar del dulce sabor de la carne de un gigante pirarucú.
Para no hablar otro día, quise decir, pues la leyenda del pirarucú se encaja
perfectamente en la estructura dialéctica del guerrero Nero.
Pirarucú vive lleno de vanidades, con algún egoísmo
y excesivamente orgulloso del poder que piensa obtener de la tribu popular.
Pirarucú es un bravo guerrero, yo diría bárbaro como cualquier gurrero que usa
el poder bruto de la fuerza cuando cree que la fuerza es solo suya.
Pirarucú desciende de un hombre de buen
corazón y también cacique de tribu, pero es un poco perverso y le agrada
criticar a los dioses.
Tupá es dios de los dioses y observaba Pirarucú
desde hace algún tiempo. Un día Tupá decidió castigar Pirarucú ordenando que
por la ribera se esparramase el rayo más poderoso de toda la historia.
Substancialmente ciego por el brillo del relámpago y algo sordo por el ruido
del contundente trueno, Pirarucú no
percibió la enorme torrente de lluvia que bajaba del cielo para cubrirlo junto
con otros pescadores, que pescaban en las agua revueltas de nuestra ría muerta.
Cuando Pirarucú sintió la llegada de las ondas reventando furiosamente sobre
las rocas, simplemente las ignoró con un sonriso macabro y palabras de
desprecio. Entonces Tupá envió Xandoré, diablo que odia los hombres, para
arrojar sobre la cabeza de Pirarucú todos los rayos que podía sacar del polvorín
y, así, fulminarlo con una estaca que la furia había arrancado de
un envejecido árbol crecido en las tierras del oro. El gallo acertó el corazón
de Pirarucú y este, tremendamente asustado, buscó el refugio en las produndezas
de la ría y allí se transformo en un enorme y obscuro pez.
Bueno, la gesta de Nero no es la misma cosa
que la gesta de Pirarucú, y en nada los dos se parecen. El sabor de Nero es
radicalmente acedo, agrio, picantemente rojo bordado de sangre ayer. El sabor
del pirarucú es dulce, objetivo deseado por cualquier hacienda empeñada en el
cultivo de linguados y sus respectivos fines de dominio costero.
Los errores, de haberlos, e habelos hailos, son los
mismos, y el estado de las evidencias
conducen al mismo fin. El fin del cachondeo por el que el último que ríe reirá
como ríe un loco al verse solo, vagando en este mundo. A donde vamos parar
cuando nos dicen que deuda no es déficit y déficit no es deuda, que hay que
gastar solo lo que se ingresa y gastamos a destajo por los prestamos que vamos
pidiendo para darlo a los que mucho ya han arrancado y no han dejado un pacú de
empleo para poder pagarlo y rescatar o intervenir en los azares, mal sueño y
sentido perdido del pirarucú .
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