Hoy, mi
buen amigo Conde, desperté bajo
el murmullo de una intensa lluvia que llegaba para azotar el temple morriñoso de este que ya fue un
joven y esperanzoso gallego, de estirpe española y resachado por el embrujo de
infindas culturas, todas tamboriladas desde el pisoteo de una cruenta historia,
hecha por el derecho de conformar el viejo hueso, que ahora, con milenios en la
genética y decenios en la compostura física, va tocando las cornetas muy
cosquillado por el avance de la presencia de lo que se ha denominado fin. El
fin de mi fin y el principio de una nueva ocasión.
Estos días de pasado reciente acompañé mi
viejo amigo Juan en sus andaduras por el nuevo mundo. Lo hacia mi señor con el
mismo ingenio ingenuo del caballero de Castilla, o el arbitrio decidido del
bizarro Pizarro, pero siempre con la percepción política de los primos de riesgo,
Hernando y Francisco, corteses de la reluciente mancha castellana. Mi cabeza refriega
en su memoria el zumo concentrado de todas memorias de España y, de hecho en mi
memoria, la he revivido en los multiplex juegos infantiles por las calles,
prados y montes de una modesta colonia a orillas de la ribera de lo que
insisten en llamar costa morta y, sin embargo, muy viva la recuerdo.
Corre muy lejos el dulce recuerdo de cuando yo
corría mas veloz que una bala y, haciendo el camino inverso que yo suponía que
el caramelo debía hacer, llegaba al tambor de la garrucha en tiempo para
impedir que el indicador de la mano apretase el gatillo y del tambor repicase
el estallido de aquel alarido histórico que tanto atormenta a nuestra
consciencia social.
Corpus Christi era una ceremonia para resaltar
la fe en la esperanza de que el hijo regresara a al mundo del cuerpo ceeleste
que dos meses antes había abandonado. Creo que era así como en la consciencia
de mi madre el pan y el vino se transmutaba en cuerpo y sangre de su hijo para
hacerlo presente en aquel antiguo año de 1961. Como en todos los años que el recuerdo
invade mi memoria, la carestía se repetía bajo el palio que daba sombra a la
figura del cura, quien transportaba en sus manos la taza hecha de oro para
albergar el rico tesoro en su ilusoria forma de cuerpo y sangre.
Mi madre, en su bien temperada fe, creía en
los ángeles y a uno de ellos había atribuido el deber de protegerme en todos
los momentos de mi vida. No fue el mismo que dio protección a mis
hermanos. Mi ángel tuvo que empeñarse
mucho más para arrancarme de serios apuros durante el transcurso de los idos
más de setenta años, que decirlos cuesta poco y contarlos, poco más de un
minuto. En el mar, el ángel me arrancó del tridente de Neptuno cuando este se disponía
a fritar mi cuerpo alrededor de un brasero bajo las aguas de la ribera. En el
cielo, apagó el fuego de un motor que daba vuelo a un pájaro de acero. Cuando
acosado por la peste del desempleo, aquel ángel siempre eterno omnipresente,
pidió, con la calma que en mí se hacía ausente, que yo santificase el nombre
del padre nuestro y mirase a los cielos para ver cómo era dulce su reino y aquí
en la tierra se cumplía su voluntad para darnos el pan nuestro de cada hora; eso
sí, ahora y siempre que nuestras deudas estuvieran al día en la cuenta de los
acreedores.
Aquí, hoy llueve. Ahí, hoy llueve mucho más. Aquí,
hoy se celebra el corpus Christi, en España, lo celebrarán después. Tal vez porque
el mundo es redondo. No lo sé. Tal vez para que no quiera ir al disfrute de un
jueves santo el cuerpo pálido, ya sin sangre por el paro del año entero. Aquí llueve,
ahí también. La lluvia es un pedazo del cielo que se esparrama sobre el suelo para indicar el camino que nos lleva al mar. Y
ya lo decía el Juan Segundo, recordando el apóstol Pablo, cuan indigna es la eucaristía
en un contexto de discordia e indiferencia por los pobres. Por eso, en verdad yo
os digo que entre nubes de algodón nos habremos de encontrar en el cielo, haga
sol o haga lluvia, cómo nos encontramos hoy en el recuerdo de mis tiempos
gallegos.
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