Cuando
la vista no falla, el músculo no me tiembla; pero si el ojo treme, mi vida
parpadea en una burda mezcla de claro-obscuro, sin otro dominio que no sea el
blanco fugaz en la negritud eterna.
El plan galeno para dar substituto humano al
cristalino divino ha fallado. La brisa translúcida de la catarata que se
abatiera sobre el ojo izquierdo fue substituida por asas de cucaracha, gigantes
baratas. Una falla de la creación humana, sin duda.
Era
necesario corregir tan claro descalabro para retornar a la era de las luces. Y
el plan “ b” lo arrancaba de la manga el científico especializado en ojos
mundanos. Con chorro licuoso fue arrancado del globo ocular las asas grandes, después,
las pequeñas; en fracción de segundos desaparecía de mi vista aquellos macabros
objetos. La ingeniería humana se equiparaba a la divina haciendo del barro todo
que la física permitía. Pero, ¡ojo al gato!, que lo que dios nos da el burro no
lo tira. Sin membranas para protegerme del sol, la luz del día me ciega el ojo
izquierdo, y tan poderoso es su impiedoso desvarío que, si a tiempo no bajo la visera,
el ojo derecho sumerge en la más negra sombra que jamás pensé que tanto me
asombraría.
En
algunas ocasiones me siento técnicamente ciego. Esto es horrible porque la
vista es el más preciado don con que la naturaleza ha revestido nuestros
sentidos. Al olfato poco sentido le queda en esta enorme selva de piedra, en lo
que todo huele a mierda salpicada con perfumes oleosos de petróleo, exhalados por
el culo de los coches, camiones, barcos y aviones. El tacto es exigente de
manos puras, piel sin rugas y contacto directo, algo difícil cuando el tiempo
nos cubre con un manto de pliegas, muchas verrugas, manchas obscuras y delicadeza
sedosa poco sensible a los malos humores
del destino. Ah, el oído, entrada abierta para todo que es ruido, tiene valor
entrañable en la esencia de esta vida. El oído nos da equilibrio y regula
nuestras emociones; minimiza la ansiedad generada por el motín de los ojos y,
en ciertos momentos de reflexión, aplaca la ira para restaurar el placer de
seguir viviendo.
Es
lo que ocurre ahora en lo que va ya más de una hora. El cielo azul se desencanta
para iluminar mis ojos con rayos e inundan mis oídos con truenos. Es un
temporal bien comportado, actúa con la disciplina de un furioso guerrero:
dispara con hora marcada; los barios bajos se inundan, sus moradores salen a la
ventana y sus voces de socorro se mezclan con el sonido de la lluvia y el
bramido del trueno, bien guiado por el brillo del rayo que relampaguea en el
cielo.
En el
fondo de mis ojos están los dulces recuerdos de una vida plena. No quiero llorar,
mi llanto no irá explicar el dolor que existe en el mundo. Como canta el poeta brasileño,
Chico Buarque de Holanda, es hora de aprovechar: una rosa nació, todo el mundo bailó,
una estrella cayo y yo les muestro, sonriendo en mi virtual ventana, el
virtuoso vídeo del poeta Chico. Disfruten del placer de un buen oído
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