Pobre
de mí que ya voy viejo y sigo pobre aun queriendo ser rico. He trabajado
muy duro desde los cinco años o, tal
vez, antes. He ingresado desde muy niño en las labores familiares. Lo hice
voluntariamente desde el momento en que percibí el cansancio de mi madre en las
labores diarias de buscar leña en el monte, lavar ropa de rodillas en el
rio, preparar comida en una tosca cocina
de piedra, de aquellas que habían sido modernas en su particular era de piedra
lascada, había sido ingeniada con una chimenea perfectamente dimensionada para
la salida de humo y permitía entrada simultanea de aquel predecible chaparrón
de primavera, que siempre llegaba en momento inoportuno para apagar el fuego y
aumentar la angustia de mi madre.
Sí, trabajé mucho y con mucho placer, la vida
entera.
Un día fui atacado por la fiebre de la
emigración, eran días en que esa fiebre
empesteaba el pueblo entero, las aldeas y adyacencias. No había antídoto contra
esa fiebre. No había suficiente oferta de trabajo para sustentar una familia
numerosa. El equilibrio ecológico era sostenido por las propias limitaciones de
la naturaleza; pescado abundante, berberechos a tirar, lechugas y berzas que mi
madre sembrara y yo recogía para ser cocidas a fuego lento. Un cerdo crecía aprisionado en un minúsculo
cocho, parecía feliz por sentir que su tocino reforzaría el caldo de invierno
de una familia en desarrollo. Y así yo fui creciendo hasta la pequeña altura
que tiene mi cuerpo entero. La base, muy sólida, fue leche, venida de la casa del camino, pan
de brona, hecho con maíz molido en el molino de piedra redonda movida por agua
clara en una casa obscura de la Lagarteira; de vez en cuando algunas sardinas
había, alguna vez o casi nunca, un trocito de jamón, orejas y filloas y un
delicioso pan de huevo, que solo mi madre sabia hacer, componían las delicias
de un buen vivir.
En un país diferente, en un continente
distinto, bajo el yugo de un sol tropical, yo obtuve mi primer trabajo pagado a
mes con sueldo horario. Mis cuentas decían que quince minutos diarios pagaban
la comida; una semana de trabajo pagaba un mes de pensión, un mes era más que
suficiente para pagar ropa y calzado para un año entero. Por un extraño milagro
de la inflación mi sueldo aumentaba todos los meses. Sentí que me sobraría
dinero y yo no tenía vicios para gastarlo. Se me ocurrió gastar una parte de la
pasta en algo que hoy llamaríamos inversión para educación. Yo necesitaba
invertir bastante, pues hablar mal hablaba, escribir yo escribía como lo hacía
un buen copista de la edad media y con los errores que un iniciante en la
alfabetización de cualquier lengua muy bien los sabe cometer. Fueron tiempos de
duras batallas en agua fría y sustos con bombas atómicas. De un lado, había mi
sentimiento de volver al palacio de mi santa Junquera, del otro lado estaba la
cartilla de la previdencia social, que muy bien me explicaba que con 35 años de
contribución a su fondo previdenciario yo adquiriría el derecho a vivir
eternamente feliz, con el premio agregado de un derecho a vivir libre del
castigo que Dios había dado a Adan y Eva, y que a mí había alcanzado por un extraño
legado genético y que ni el bautismo ni la primera comunión me habían librado.
El tiempo fue pasando y la jubilación me
alcanzó en el momento marcado. Derecho presumido serian de diez sueldos mínimos
en un momento que mi sueldo rozaba los treinta y mi edad no alcanzaba los
sesenta. De permanecer todo constate mi sueldo daba para vivir como yo y mi
familia vivíamos, histéricamente austeros, sin soberbia y ninguna sobra para
hacer regalos. Pero había una peste que a todos azotaba, la llamaban inflación
y lo que yo recibía ayer anoche bastante menos valía hoy de mañana. Entre otros
probables culpados, los jubilados llevaban la culpa por los graves desmandos de
la inflación. Eran momentos en que la inversión en mi conocimiento daba
resultados a la empresa. Se podía dar más y mejores resultados con menos
trabajo y menos dinero. Permaneciendo la demanda por bienes y servicios estable
pasó a sobrar trabajadores y la demisión con alto poder de fuego masivo pasó a
ocurrir en escala creciente.
Me llego el convite gracioso para mi
jubilación voluntaria. Me opuse con el vigor que hace la oposición que está
fuera del poder. Pero el argumento del poder que todo lo puede fue más vigoroso
que el argumento de mi sana conciencia, mi rendición vino por el argumento de
que por presión sindical los en condición de jubilación debían tener prioridad
en la lista de demitidos, a titulo, decían, de reducción de costes por sueldos
altos y mecanización del trabajo en todos los niveles de trabajo humano. Eso
ocurrió allá por el fin del siglo pasado, cuando el milenio estaba demasiado
viejo para continuar viviendo y un otro nuevo se aproximaba para dar cuenta del
relevo.
No
me causa extrañeza el hecho de que la reforma puesta en práctica por un partido
con poder de absolutismo, haya venido para criar condiciones espurias para
un régimen de sueldos miserables. Aunque de hecho tal fenómeno ya muestre
aguijones por toda la geografía ibérica, me permito dudar de la conclusión extraída
de tal premisa: no es verdad que el empleo vendrá a partir del derecho de
algunos para hacer esclavos a otros. El empleo, como lo hemos conocido a partir
del invento de la máquina a vapor, se ha evaporizado. Mismo el sector servicios,
creado como modismo para dar escape a la gran presión desempleante, va
perdiendo fuerza en escala progresiva y no es necesario ser un gran vidente
para ver como la máquina va sustituyendo la masa gris.
Entre tantas debilidades de la economía moderna,
su punto fuerte es aquel que nos da capacidad para inventar cosas nuevas, entiéndase
no nuevas formas de trabajo y sí ocupación noble y segura para la raza humana y
el medio ambiente en que nos integramos.
La solución jamás vendrá del desastre de
ese desastroso pensamiento que nos hace creer que la productividad aumenta con
la reducción de personas aplicadas en la producción de bienes y servicios en el
seno de la gran familia nacional. Tal pensamiento se haría verdadero de
mantener constante la producción y con los productores muriéndose por cualquier
razón (edad, cólera, suicidio o cualquier otra endemia mortal) No es lo que
ocurre en el mundo real en un espacio razonable del tiempo. Los sobrevivientes
de la gran reforma destructiva del trabajo humano van exigir algo más que una
arbitraria austeridad o, mismo, vanidosas manifestaciones políticas con las que
les quieren hacer creer que tal austeridad es un mal necesario para una economía
estable y no simplemente un eufemismo vulgar, sinónimo de miseria, enfermedad y
muerte.
“La
política económica actual es un inmenso error que conduce al desastre. Es
urgente un cambio radical y un plan de choque inmediato” Así hace eco Luis de otro Luis, con la pluma de su loro
inteligente, tan sabio como el Sancho Panza escudero de la triste figura, pero
un poco menos prudente.
La
idea de radical y plan de choque inmediato, a nosotros,
los bicudos sin alas, pero que sabemos de las penas viejas o supimos de
narradores presenciales como ellas volaban en los idos de una desastrosa guerra
civil, no nos parece sabia. De aquella
no eran loros, eran penas de golondrinas y nosotros, de aquella niños, preguntábamos
adonde irían tan veloces y fatigadas; veíamos como muchas extraviadas en el
viento buscaban abrigo.
Hoy vivimos por el mundo, perdidos. ¡Oh,
cielo santo! Los pobres viejos ya no podemos volar.