En condición de temperatura y presión
estable, me permito hilar algunos pensamientos sobre el estado del sentimiento
melancólico que irradia la españolidad, hoy en estado de ebullición y transbordante,
con pérdida irremediable de su nata social.
Somos
una generación que se extingue por su propia naturaleza. En tesis, tal
extinción no tiene importancia. Somos, los mayores de 65 años, minoría política
interpuesta en una mayoría de menores de
65. De esa mayoría fuimos participantes
durante seis décadas y un lustro. Hicimos lo que hicimos y ahora nos enoja
conocer lo que hemos hecho. De lo alto de ese plató de los 65 se puede ver las
debilidades y fortalezas de los diferentes niveles que nos anteceden en altura.
Es una visión ligeramente turbada, pues a esta altura las cataratas muestras
sus vapores, las rodillas se hacen rebeldes y la proximidad a la cumbre nos
hace pensar lo que será mejor: el sillón a la izquierda o el que está a la
derecha. Ni pensar en el sillón del centro, pues conocemos que está ocupado
desde la eternidad y para la eternidad. Si la fe ya no ilumina nuestros pasos
por este mundo lagrimoso, porque tener fe cuesta un rabo en diezmos y
primicias, ¿qué podemos esperar de la vida austera de los mayores de edad? En
el extremo del ciclo del loro poca esperanza nos queda. A cada año que pasa, el
peso en carne y huesos muestra su tendencia a mostrarnos que vamos por el
camino de la edad de plomo. Sabemos que vendrán ángeles para asegurarnos que el
año que viene nuestro peso será menor;
con su ayuda y por lo que nos impongan estos ángeles, en tesis con penas bien
menores que las nuestras, el peso será aliviado en vida hasta que no sobre una
gota de agua y el polvo sobrante regrese al suelo. En este momento alcanzaremos
la paz. Sin revolución, guadañas, cañones y balas, no necesitaremos patrones
que nos salven de sus cabronadas; no habrá juegos partidarios, no habrá
político mal intencionado, ni gramática
para alabarlos.
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