Confieso mi ansiedad delante de la
expectativa que antecede el descubrimiento de alguna cosa. Saber
de la utilidad de un peine no era cosa novedosa en mi fuero personal,
recuerdo esa utilidad desde los tiempos que mi madre utilizaba el peine para
revelar la presencia de algún piojo infiltrado en la cabellera selva, que
entonces dominaba la parte alta de mi joven cuerpo. La ansiedad deriva de la
posibilidad de poder abstraer valor de esa vieja herramienta, darle precio y,
con técnicas de marketing , estimular su procura partiendo del conocimiento
habido por la ley de Say. Toda oferta tiene su correspondiente efecto corrosivo
por el valor que representa el dogma de la unión de un partido compuesto por
piojos firmemente unidos. El peine tendría el don de dejar transparente ese
partido tan unido. Descubierto el insecto más gordo, la etapa siguiente, de
todos conocido, es untar la llama digital, copiar el phtirátero y, después de
colarla a la uña de un dedo zumbón, dejar que otro cuerpo ungueal practique,
con leve presión de la queratina que endurece células muertas, el
ártabro rock and roll.
Viviendo a la sombra de dos altos montes
en la Costa da Morte, no era de recibo leer cualquier manual distinto del
catecismo. Las reglas de caballería eran articuladas por el sabor de nuestras
consciencias en consonancia con el aquí y aurora momento. Tenía usted once años cuando, a la altura de mis quince, una señorita
madrileña, estudiante de ballet, me
solicitó el favor de conducirla al monte del son. La guié por la trilla que
trazaba el torrente que se desliaba sobre la pendiente en su corrida hacia el
mar. A medio camino, el patear sobre la trilla provocaba el rolar de gruesas
piedras. Vencer la gravedad del momento exigía prudencia. No tuve la menor
duda, puse la señorita a caminar un paso
delante de mí. Como un ángel ella deslizaba sobre las piedras menores. Para
subir al altar de piedras ancladas a la tierra yo la suspendía por el talle.
Alcanzamos la piedra de la Paz.
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