sábado, 15 de agosto de 2015

DULCES SUEÑOS

Estamos en agosto de 1961. Es domingo, un día caliente y seco. Estamos en invierno, para mí es el segundo invierno en un mismo año. El clima se parece bastante con el clima de las rías altas y bajas de Galicia en el verano, pero sin la humedad típica gallega. Hoy es un día agradablemente seco. Estoy albergado en una pensión italiana, en la rua Dr. Almeida Lima, en el Bras, un barrio tradicional  de origen italiano. Me han ofrecido un pequeño dormitorio en el que hace algún tiempo vive un emigrante romano. El espacio es pequeño, caben apenas dos camas con un corredor en el medio y un minúsculo guardarropa  en el que acomodamos nuestras modestas ropas. No tiene ventana, la ventilación es por la puerta que se abre a un estrecho pasillo,  que se comunica con las otras divisiones del térreo, entre ellas: el comedor, la cocina, el dormitorio de los dueños y su hija y un pequeño cuarto de baño con ducha.  En la planta alta hay tres o cuatro dormitorios, cada uno con cuatro o hasta seis camas, todos ocupados por emigrantes europeos. Mi colega orensano, Alfonso Leira Gira, vive en uno de esos dormitorios con otros cinco emigrantes, todos italianos.

Alfonso, mi buen amigo samaritano, ha conseguido trabajo  en una rectificadora de motor de coche en el barrio del Buen Retiro. Trabaja de noche y, a los domingos, hace horas extras de día, de modo que mal nos vemos ya hace más de dos meses.

El romano es artesano de joyas formado en Roma, tiene más de treinta años  y trabaja en una famosa joyería, en una avenida céntrica de São Paulo. Es un hombre muy educado, extremamente serio, un poco agobiado por los recuerdos de la guerra. Hoy se levantó muy temprano y me dijo que iba comer en el centro de la ciudad y volvería a la noche, tal vez muy tarde.

Yo voy en el tercer mes de trabajo. Luego pasaré  el periodo experimental y me convertiré en un trabajador estable, con todos los derechos previstos en la Consolidación de la Leyes del Trabajo del Brasil desde el año de su promulgación en 1943. Mi sueldo pasa de los 22.000 cruceiros, es suficiente para devolver a mis padres  las 10.125 pesetas del pasaje y las otras cinco mil que puso en mi bolsillo para poder vivir los primeros tres meses (este dinero acabó en menos de dos meses). Aún me sobra bastante para comprar ropa, comer, alguna modesta diversión en bailes domingueros y el soñado ahorro para volver a España y tocar mi vida con quien creía que sería mi compañera por el resto de mi existencia.

Fui contratado por una fábrica de origen sueco, especializada en fundición de acero y mecánica pesada de alta precisión. Éramos aproximadamente mil empleados, distribuidos en tres divisiones: Proyecto, Fundición y Mecánica Pesada de Precisión. Fui examinado por el ingeniero jefe Lincoln Palaya y, después de aprobado, me colocaron a las órdenes de un señor portugués, el señor José, jefe de la oficina mecánica.  El título profesional que me dieron era pomposo y me dejaba orgulloso, algo vanidoso junto a mis amigos de pensión. A sus ojos, la diferencia de mi sueldo con el de ellos los dejaba algo inferiorizados;  algunos eran pintores de arte abstracta que no conseguían ganar un duro tirado de sus ingeniosos cuadros. El contrato con la empresa Acero Paulista registraba las obligaciones y responsabilidades del Inspector de Control de Calidad, en su equivalente  español, algo parecido con Aparejador o Perito Industrial. Yo debía comprobar correspondencia de las piezas con las determinaciones del diseño, con la responsabilidad de aprobarlas o reprobar las en consecuencia de su calidad o desvío de la tolerancia prevista en el proyecto. En estos dos meses y medio que ocupo el cargo me siento seguro y tengo el respecto de mis jefes y compañeros, ajustadores, matriceros, torneros, mandriladores, afiladores de herramientas, todos especialistas en fabricación de ejes, balancines, trituradores de piedra, máquinas  de alto coste y fabricadas bajo encomienda.

Hoy es domingo, 13 de Agosto de 1961, son las cinco de la tarde, en pocos minutos se hará noche. Sé que todo el pueblo ya está en fiestas organizadas por mi padre. Pienso en mi madre, pienso en mi hermana que va cumplir los diecisiete años, ella tendrá que sustituirme en las labores de la panadería.  Pienso en mis dos hermanos menores, Daniel y Fernando. Pienso en todo que he dejado para atrás, pienso en mi novia, pienso en mis amigos, pienso en mi futuro y… lloro. Lloro a los borbotones, con sollozo incontenido; el pecho me aprieta, la boca se me seca y los labios se inundan con lágrimas. Descanso en la cama que pertenece a mi amigo Alfonso, en todas las demás descansan cinco emigrantes que cuentan unos a los otros sus problemas y dificultades para construir futuro en el Brasil. Siento vergüenza, cubro mi cabeza con la almohada  pretendiendo ahogar mi lamento. Nada se mueve, escucho un silencio ensordecedor. Nadie habla, todos comprenden y respectan mi sufrimiento; sufren también, son emigrantes como yo.
Allá, al otro lado del atlántico,  ondeada por ligera brisa del mar, suenan alegres melodías  que se repiten al viento por el eco gracioso del monte del Son. La música me consuela, respiro fondo y recupero mis fuerzas; la vida continua y mañana será otro día. Muchos otros  pasarán y deberé ser fuerte, templado por la esperanza de volver al lar donde crecí y allí vivir hasta morir rodeado de dulces recuerdos.

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