A cierta
altura de la vida (cuando la vista se hace turbia, el corazón fatiga y el
pulmón se mete a toser) la memoria pone traviesas a los enlaces del tiempo presente. Se me
ocurre pensar, porque pensar a alguien se le ha ocurrido que es bueno, que de lo
escrito siempre se puede inferir alguna cosa, aunque la cosa fiera al
inmoderado pensante, quien, por acción moderada en los contornos de la masa
encefálica, poco más puede producir que
no sea inoportuno e inmoderado dolor de cabeza.
A mí no
agobia las trasbocadas actitudes de héroes de la historia. No obstante, confieso haber mis sentidos amargados la
primera y única vez que vi el proceso macabro en torno de un crimen horrendo
que se cometia contra un lechón, que yo había visto comprar y que creciera a la
categoría de cerdo bajo los cuidados de las berzas que yo cogía en la hortiña
que eu quería tanto. Vi, con los ojos que los gusanos habrán de comer, como el
afilado acero marchaba en paso moderado hacia el corazón.
Ya
desangrado, vi como retorcían sus pelos bajo el fuego crujiente del holocausto.
Vi como partían el cuerpo en dos y agradecían a Dios que era muy sano. Vi como
inmolaban sus partes espolvoreándolas con sal. Vi como las ordenaban
pacientemente en un tonel de vino divino del Ribero.
Pasaron los
días y el sentido de la vista perdía los amargos recuerdos para dar entrada a
los sentidos del gusto, que mucho hiere cuando el hambre aprieta los intestinos
en recias marciales.
Ayer y hoy, temporizamos el tema de la
violencia y sexo, por poco o por exceso. Un tema realmente árido y espinoso a
los tertulianos de la segunda niñez. Aunque digamos que fue cosa de ayer,
pasaron muchos años y la memoria de un pretérito pluscuamperfecto se atraviesa
en el camino del futuro condicionado. Triste dilema para el presente que cambia
y nos hace ver que aquello que sería
mañana lo fue ayer. Un nudo en la garganta clama por ver lo que puede pasar,
pero también jera angustia por sentir el vomito que adviene de nuestros pecados.
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