miércoles, 3 de agosto de 2011

BORRA DEMOGRÁFICA


Corría el año de 1946, tal vez 1947. Me veo muy ilusionado aprendiendo el arte de dibujo, a lápiz carbón con técnicas de difumino, en el colegio Fernando Blanco, en la sala de cultura, pintura y dibujo. Allí todo era original, como había sido construido cincuenta años antes, con amplios ventanales, cortinas de liño,  lámparas pendientes del techo por un largo hilo, varias estatuas y muchas pinturas a oleo amontonados en una sala anexa.  Yo era  niño feliz de una pobre villa marinera, capaz de sentir como el mundo vibraba en mis muchas caminadas a orilla de la ribera o a camino de los montes, que yo ansiaba conocerlos  en toda su exuberancia.

En aquellos días, para mí el mundo se resumía a las personas que yo conocía andando por las calles de Cee, de aquella, estructurada básicamente por dos ruas, la de arriba y la de abajo. Dos días a la semana yo veía como brotaban personas extrañas en la plaza del mercado. Algunas chillaban queriendo imponer por el tono de su voz alguna mercancía que decían valer mucho menos de lo que costaba. Por mi memoria, la sensación de toda aquella algarabía me trae recuerdos felices.

Volviendo al escenario de la sala de dibujo, fue allí donde oí, por primera vez, que el mundo era redondo, levemente achatado en los polos y que yo hacia parte de un reino animal administrado por poco más de dos mil millones de humanos brutos, todos  salvados de la hecatombe habida por la segunda guerra mundial pocos meses antes. En lo que va de relativa paz bélica en esta nación global, el crecimiento del animal humano fue impresionante. En el año de 1999, un poco antes de curvarse a la entrada del segundo milenio de la era cristiana, la población mundial alcazaba el impresionante número de seis mil millones de personas de todos los géneros. Pasó una década y la contabilidad fiscal global registraba la bituminosa cantidad de siete mil millones de almas, todas con sentimiento de dioses poderosos y señores en el dominio tierra, aire y mar.

El iluminismo terrestre sorprendió, allá por el mil y ochocientos, un billón de pacatos terráqueos sometidos a los mismos rigores de la era de la piedra. Había algunas pocas excepciones que acabaron pagando su condición excepcional en los cepos de las tullirías de París. Delante de lo que acontecía en Francia y lo que el británico previa que ocurriría en América, Malthus escribía en las indias su famoso ensayo sobre el principio de la población. Observaba que la población humana dobla a cada 25 años. Creo que era una observación intuitiva, un poco aumentada considerando su propia experiencia como padre de una numerosa familia pero muy bien ilustrada por la necesidad de proveer sustento a una prole, cuyas necesidades crecían en progresión geométrica y la posibilidad de sostener este crecimiento estaba limitada a una progresión aritmética.

Es fácil verificar que algunas profecías de Malthus se están cumpliendo. Somos siete mil millones de bocas que en el ciclo de un día necesitamos consumir más de 14 millones de toneladas de alimentos, que deberán ser retirados de una cosecha  anual de más de cinco mil millones de toneladas, todas  arrancadas de áreas que ya van mostrando un anestésico descuido y un endémico cansancio.

Por las previsiones para el año 2050, antes que los nacidos en este milenio tengan edad de jubilarse, desde la cumbre de mis 160 años tendré oportunidad de ver como esta generación se las arregla para retirar de la costra seca el pan y agua necesario al sustento de 12 mil millones de personas. Mi temor es que allá en el otro mundo en vez de gloria yo encuentre infierno  y una borra en la memoria me acuse a mí.

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