FUGA
Reflexiones sobre un caso penal
Capítulo XXIV(de no sé cuantos)
¡Valla zurra el
temporal con su azote nos ha dado estos días! Yo llegue a pensar que habíamos
entrado en el apocalipsis, con vientos feroces, ondas gigantes, arboles
derrumbados, casas destejadas. La ira de Dios parecía haber despertado en el
horizonte filipino un diluvio de aguas, que caía sobre nuestras cabezas como
queriendo disolver la carne que cubre el espíritu.
Dios creó el mundo
en seis días y viendo que la obra no era buena, que las figuras hechas a su
imagen y semejanza habían optado por la maldad y corrupción, se disponía en
estos días de otoño a corregir su equívoco, ahogándonos a todos para comenzar
una vida nueva. Fue una advertencia, otras vendrán antes que la vida deje de
respirar en nuestra esfera de barro, muy sólido en algunas partes, líquido en
otras y gas extremamente explosivo en el cuerpo y conciencia de algunos
animales.
El querellante
pidió que se aplicase al querellado la pena máxima. Pena máxima revela
existencia de odio. El odio es ira, rancor, sentimiento que conduce el mal que
una persona quiere hacer a otra. Un odio que le dio ánimo para empurrar por la
garganta de autoridades un crimen que en lugar alguno seria crimen, si
practicado del modo descrito por el acusador y sus falsos testimonios. El
acusador quería ver sangre y pidió
sangre. La fiscalía, muy diferente de lo ocurrido con el PreSige, se la sirvió en copa de plata.
Hoy el “mister Y”
parece estar bien dispuesto. Dicen que después de una tormenta siempre viene la
calma. O como canta Shakira: “Mira que el miedo nos hizo cometer estupideces,
nos dejó sordos y ciegos, un día después de la tormenta, cuando menos lo
piensas, sale el sol”. Y el sol en la costa de la muerte es maravillosamente
lindo.
Debajo de un azul
celestial decidimos, el “mister Y” y yo, promover un paseo a pie hasta el
castillo de Corcubión.
Nos sentíamos bien
protegidos. Adelantados en la ría estaban posicionados dos centinelas, os
Carrumeiros. Si el pirata vikingo se atreviera a ultrapasar la vigilancia, los
cañones del cardenal, en íntima asociación con los cañones del príncipe, le
haría pensar, sin que sus afilados cuernos les sirviera para alguna cosa, en la
mala pata que lo había traído a la costa da morte.
Soplaba un viento
suave procedente del norte, un poco frio, como normalmente son los vientos del
norte. Había marcado encuentro con el “mister Y” en la playa de Quenje,
enfrente al antiguo edificio de piedra que tan buenas recordaciones le traía de
los tiempos de niño. Seguimos hasta el final de la playa, doblamos a la derecha
y caminamos en silencio hasta alcanzar la finca de un amigo del “mister Y”, el
señor Juan.
-
Esta
palmera me recuerda la palmera atrás del colegio Fernando Blanco, en el centro
de los jardines, donde estaba el reservatorio de agua y lavadero.
Dice el mister Y,
refiriéndose a una palmera de tallo grueso y hojas pinnandas, postada a la
derecha del portón de entrada de la finca del señor Juan. Los rayos del sol
venían del este, las palmas, movidas por el viento del norte, esparramaban la
luz dando la impresión de lluvia esparcida o cubertura de plata. Algunos pinos
plantados allá por los años 80, sin cualquier señal de haber sido podados ni
siquiera una vez, así como cómo la maleza dando cuenta de la parte sur de la
finca, mostraba un cierto aspecto de selva virgen. La visión panorámica a la
izquierda de nuestro paseo mostraba toda la belleza de Cee por encima de la
urbanización de Quenje. Despues del cruce de Oliveira, a una altura de 60
metros el caminar se hacía agradable sobre un piso asfaltado y con inclinación
muy suave.
Resolví entrar de
lleno en la cuestión, objeto de nuestro encuentro y paseo por la carretera que
lleva al castillo del Cardenal. El clima era ideal para una confesión
descontraída, exenta de tensiones desagradables.
-
Háblame, mi buen amigo, del juicio, de la
audiencia, de lo que ha ocurrido ese día.
-
¿Qué
quieres que te cuente?
-
Lo
que tú creas conveniente contarme. Mira, para empezar, piensa en el juicio y
dime la primera palabra que asalte tu cabeza.
-
¡Farsa!
Unas farsa ridícula.
-
Bien,
describe como ha iniciado esa farsa jurídica.
-
Hummm..
Como tú sabes, yo soy una persona que aprecia la puntualidad.. En mi vida jamás
he llegado atrasado a una reunión. Considero que es cuestión de respecto a las
personas que participan de la reunión.
-
Sí,
lo sé, ¿pero que eso tiene a ver con la farsa?
-
Fui
el primero a llegar a la sala de audiencia. Estaba obscuro y yo mal podía ver
con el ojo izquierdo. Algunos minutos después llegó un joven, me miró y se
sentó a unos siete metros de mi. Parecía excesivamente nervioso. A seguir llegó
el querellante acompañado de un señor que yo sabía era testimonio y dos señoras
que yo nunca había visto. Ahora quien estaba nervioso era yo, conocía la capacidad del “mister Y” convocar
testimonios falsos; lo había hecho en otro proceso. Mi abogada llegó también
puntualmente. Me preguntó si yo conocía la señora gorda que sonreía para mí. Le
dije que no. A la verdad, la ceguera del ojo izquierdo, aliado al nervosismo,
dominaba el ojo derecho y yo no conseguía ver absolutamente nada. La secretaria
del juez llamó la señora gorda y mi abogada. A seguir entraron en la sala de
audiencia el querellante, el joven que continuaba bastante nervioso, el
testimonio que yo conocía y las otras dos señoras. Mi abogada pidió que yo
esperase fuera de la sala de audiencia afirmando que el joven quería
testimoniar sin mi presencia. En ese momento supe que era el cliente del ”
mister Y”, que había testimoniado los
hechos ocurridos el día en que yo fui al consultorio para buscar solución por
la prótesis partida e implantes corroídos. Me sentí un poco más seguro. Creía yo
que él seria fiel a la verdad de lo que realmente había testimoniado. Me
parecía culto y honrado, no obstante yo no conseguía entender porque me evitaba
y estaba tan tenso.
A esta altura del
paseo ya divisábamos el castillo del cardenal, las lobeiras y el majestoso
monte Pindo mostraban todo su esplendor. Una rajada de aire encrespaba
ligeramente la superficie del mar, haciendo que su dorso escamado luciese un brillo plateado. Un escenario perfecto para la
fuga imaginada por nuestro común y eterno amigo Mendelssohn.
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