viernes, 23 de julio de 2010

CRÓNICA COMÚN


Las palabras, mi buen amigo Alfredo, tienen la dupla virtud del que todo lo puede hacer cuando poca fuerza le sobra para hacerlo. Sirven para moldurar todo lo que nuestros ojos ven y otros sentidos también sienten, pero con otro y, no pocas veces, en opuesto sentido. Septuagenario, confieso abordar los temas que a diario y matinalmente alcanzan mis pupilas o martillan profundo en la bigornia de mis oídos. La tecnología virtual se encarga de procesar las condiciones de palco para que una legión de autores y actores hagan su colectiva representación, para mi particular regocijo en el cómodo sillón de mi derradeira existencia.
Abrí el primer acto de hoy al son pungente de las cuerdas de mi eterno amigo Francisco, viendo y escuchando, con el interés de un teenager aprendiz, su famoso capricho árabe. Por la ventana escancaradamente abierta por la temperatura matinal extremamente agradable del tropical invierno, observo, entre otros seres plantados por mi en la solera de un patio de luces, una higuera indiana de alto porte y delgado talle, con sus raíces limitadas por el angosto espacio de un vaso plástico y sus ramas confinadas a la altura de una red de tramo pulgado, que yo le puse para evitar su fuga al infinito cielo. Sus hojas, de reluciente verde abrillantado por los primeros rayos del sol, me observan balanceados al impulso de una suave brisa, como que queriendo de algún modo bailar al ritmo de mi vida vegetal.  Ambos, higuera y yo, compartimos algunos gustos aparentemente indispensables a nuestra particular existencia. Del café que yo preparo todas las mañanas, Figueira (llamémosle así para darle un apodo humano) agradece las cuatro cucharas de borra, al mismo tiempo que yo agradezco la energía de la infusión caliente extraída de dos colleres, reservadas las otras dos para la esposa que me amarra en las delicias del hogar extranjero.
En un frio día de marzo del año 2002, la voz patria del regreso me invitaba volver a casa, porque, decía, no había sentido en el gesto vacio de la emigración. Seria recibido al canto del himno gallego, con banderillas blanquiazules  y al toque solemne del himno nacional, envuelto por los dulces colores de triguera bandera de rojo sangre.  En tales momentos de lujuria visual era muy incómodo sentir un enorme océano separándome de tan bucólico paraíso.
Mis ojos mejoran naturalmente después de haber recibido sentencia de ablación por acción de nefasta cataratas. En algún momento sentí que no me harían falta  para cultivar los felices recuerdos de mi infancia. Eran recuerdos que me animaran volver cuando todos mis hermanos estaban vivos y la saudade de mis padres afloraba mi cariño por las cosas del lugar, los montes, la ría, as fontiñas...
A veces me siento muy cansado, me cuesta subir las escaleras de casa y rotula el dolor en mis piernas cuando las bajo sin apoyo del bastón. Me siento un equilibrista inexperto andando en cuerda bamba.  Ya no soy más quien era, porque veinte años de mi vida los dejé en Galicia y cincuenta los quemé en el extranjero y de lo pocos que ya sobran están en proceso de desintegración y no es alivio alguno ver como la madre de mis hijos sigue mis pasos. Así que, como pensaba Sándor Márai, asunto de nuestra común crónica, vivo tranquilo acechado por la muerte, aunque mucho me inquiete el acto de morir.

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