Señor Santiago, Apostol y Patron de España…
Así empezaba su corto discurso el señor Juan Carlos Alfonso Victor Maria de Borbón y Borbon-Dos Sicilias. Se refería nuestro amado Rey, evidentemente, a James, nickname que daba a conocer a los ingleses algunas historias del apodado Diego, uno de los doce apóstoles seguidores de la fe de Jesús.
Muchos años después de muerto y sepultado, el señor Lacobus, ya en proceso acelerado de latinización de su lengua, sería transformado en Jacob, a quien los portugueses cortaron la “b” labial y lo dejaron en un gutural y desnudo Jacó. Pero el patronímico sustantivo, que identificaría Lacobus en la sanguinaria persecución hecha por Herodes (primer hombre acometido y muerto por a gripa) al humilde pescador de Galilea, iría sufrir diversos apodos con el fin de evitar la correcta identificación por sicarios de Roma. Infelizmente la lex Cornelia de siccariis et veneficis, en vigor desde el 81 a.C., daba inteligencia a los persecutores para cazar una persona especifica, y a este llegaban identificándolo perfectamente por el color de la piel, los ojos, la forma de hablar, su pensamiento y, de un modo muy sutil, por la personal opinión, reforzada por la fe nacida de sus creencias adquiridas en un pequeño lago de Cananea. Por Thiago el Grande, los cristianos lo diferenciaban de Santiago, el menor, pero Justo. Marcos lo conocía como Hijo del Trueno, asociándolo por la índole a su hermano Juan cuando ambos pidieran a Cristo permisión para descargar todo el fuego del cielo sobre la tierra de los samaritanos. Pero la cosa no se queda por ahí. Para dar consigna a los rebeldes de la cultura islámica y reforzar la moral del abatido campesino ibero-cristiano, James, san Thiago, el Iacob de España, recibía el nickename de Mata Moros, y con tan aberrante apodo consiguió constituir la Orden Militar de Santiago, siendo registrado por el Mixote de la Mancha como el mejor y más valeroso marinero montado a caballo que el mundo ha conocido, muy disputado por las cortes de Lisboa y Madrid y venerado en el campus stellae, donde, ahora pacíficamente, reposan para nuestro regocijo sus restos memoriales.
La palabra pseudónimo podemos derivarlo del gallego seu nome. Se utiliza para dar al nombre de pila otro nombre ficticio en substitución del nombre legal. Normalmente es inventado al gusto de un escritor, un poeta, un periodista o cualquier otro artista que no quiere o puede firmar sus obras con el nombre registrado en sus documentos de identificación.
La fuerza del nombre ficticio muchas veces es más poderosa y más identificable que el nombre propio. Un ejemplo lo tenemos en Bento XVI, quién a muy pocos se le ocurriría pensar en tratarlo por Joseph Ratzinger, ni mucho menos por su probable traducción al gallego como Xosé el encantador de ratos. Por consiguiente, con nombre y apellidos, apodos, nickes, alias, seudos o cualquier otra sutileza creada para identificar el origen de algo y atribuirlo a alguien, todos nos sometemos a la intemperancia de los vintemperios, palabra que seguramente no disponía de veinte acepciones conceptuales en el diccionario galego-castelá de Leandro Carré Alvarellos, muy relleno, aliás, de cultismos portugueses, muchos muy mal adaptados por un franco comodismo de la época vintemperista do rexurdimento.
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