Las palabras, señor conde, son llaves que nos permiten entrar en los portales del alma. Todas tienen su secreto, consiste en adecuarse al mecanismo de uno o más pestillos, hábilmente combinados con el deseo humano de librarse de la prisión o clausura al cerrojo por la que fueron moldadas.
¡Que bello poema el de las pelotas en lengua maya! Esa materia blanda como la estructura de un pájaro, terciopelado suave, redonda y sensible al manoseo de soldados en sus arcabuces de fuego, o en el tiro que busca colarse por la meta adversaria en un juego de bolas. No es suficiente sentir el soplo melodioso del sonido de una palabra, indispensable es que la sintamos y los poros de la piel la absorban, haciendo estremecer todo nuestro esqueleto.
Mi madre guarda en las redes de su vientre un balón. En este juego no cuentan los goles sino el tiempo prolongado que tiembla en su piel. De sus senos escurre la luna, …, Ella cuenta con nueve amonestaciones. Es momento que estalla la lluvia preciosa de sus entrañas y expulsa el balón hacia el ombligo de la cancha morena.
Manos diferentes pueden unirse por una composición, al estilo de Bach, tocando miudiño con cualidad personal del compositor Villa Lobos. O esta otra de voces sinxelas para ser cantada al pie de un plato de pulpo a la gallega, regado a vino de buen orujo y excelente origen. Pero también habrá los que prefieren la fonética bien definida de un uirapurú o el cantico madrigal del sabiá, que me recuerda todas las mañanas como la vida es bella y merece ser vivida en todo su esplendor y encanto que ella ofrece. Aprovecho así el enorme tesoro de sentir el canto que me encanta, sea en voz maya, por la lengua española, portuguesa o gallega o por el piar vibrador de un pájaro altanero, lo llamen Uirapurú o lo designen por su majestad, El Sabiá.
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