Adaptarse a la salvaje realidad de las nuevas ilusiones es un difícil propósito de quien ya ha vivido tantos años en perfecta sincronía con el joven y eterno pensamiento de un día poder vivir libre de miedo, de angustia, de dolor. Somos generación que ha conseguido ultrapasar la edad del delirio juvenil. Sin mucha sorpresa hemos ido avanzando por la dehesa del saber, del sentir, del criticar, del juzgar, del vivir independientes y soberanos. En todo este repliegue de labirintos fugaces fuimos caminando a los flujos de la historia, muy insensatos por los reflujos del amor, muy creyentes de que nuestra condición de humano animal seria suficiente para explicar cualquier situación de dioses animados por la gracia de la eternidad.
Más que humanos, somos dioses. Dioses sin distinción de raza, credo o cultura. Dioses embutidos en la dualidad maya que acompaña toda existencia. Dioses, aunque el manto y la tiara adornen nuestra figura desnuda. Dioses, sobretodo delante de la creencia de que el hacha de la hache mayor se antepone a la humanidad menor, dejando libres sus manos para que a su arbitrio manejen guadaña que, por cualquier corte, a todos acorta. Todavía, más dioses, cuando por la retórica conseguimos convencer a los que por si mismos son persuadidos y nos hacen creer que todo nuestro poder tiene causa en nuestra sabiduría. Fue el caso del pedagógico discurso deL señor Fénelon en su tratado sobre la educación de los hijos (“Traité de l'Education des Filles") por el que insiste en una obra de transmisión de conocimientos concretos, de modo agradable, prudente y sensible ante la necesidad de estímulos a la capacidad natural.
Ya por aquellos tiempos de conquistas, no dejó de ser una bergonza cuando su teoría fue testada en la testa del arrogante y violento alumno, duque de Borgoña, presunto futuro rey de Francia.
-¿Quien eres tú, mortal o Dios? ¿Quien es el padre que procuras, Caín o Abel?
¡Que se yo! Me creo un humilde villano buscado en el escabroso cabo de Camariñas el camino del viento que erizara las ondas para que un buque emigrante me alejase de la costa donde, en un feliz rego, vivía con buena presenta el padre de mi madre segunda. Jamás tuve un vello de oro, ni adornos de plata, no obstante tengo en mi caverna suelo de mármol, arena gruesa de Biarritz y conchas de Estorde rodeando la virgen del Carmen. La brisa suave en estos días de invierno austral me recuerdan el soplo cálido del prado y el dulce fungar de los mares, la fragancia de sus algas y el dibujo de las ondas concéntricas del rio grande, agitado por una minúscula piedra arrojada desde mi infante mano.
La triste necesidad, que por prólogo ha de tenerse este absurdo exordio, me obliga a repicar las campanas de mi garganta y considerar como justo castigo los días de favor concedidos a los que exceden la juventud y se atreven penetrar por los dolores de la vejez. Lo hago con la altivez de un gallardo que en vida prefiere aplacar la voz de la ira y declina permisión a las sombras que en mi tumba, habiendo diálogo entre muertos, no me abandonen y derramen saliva para cantar las glorias de mi vida.
No me dejes subtítulos en español.
Não me deixes: subtítulos en portugués.