lunes, 14 de mayo de 2012

APOCALIPSIS



El foro cibernético de mi amigo conde camina, a pasos agigantados, de algo muy malo a algo realmente muy mejor. Sube, con alguna dificultad es verdad, la retorcida ladera que conduce los críticos del arte plumero a la cumbre de lo que podríamos denominar pico del orgullo satisfecho.

Después de una complicada jornada, en la que nosotros, los dignos de la sociedad ibérica, tuvimos que colearnos de algunos indignados uniformes, bien iluminados por la fuerza del sol y bien forrados con balas dulces de todos los sabores y para todos los gustos, acabamos quedando exhaustos, literalmente agotados, sin más fuerza que uno u otro suspiro extraído del estrés sintomático de esa preciosa palabra retirada de la lengua ibérica hablada en el autonómico peñasco de Gibraltar.

Asustadoramente exhaustos. No queda otra alternativa sino abrir los brazos al viento ábrego  y permitir al cuerpo una abrupta caída por el lado de la austera ilusión de una economía si cualquier contrapartida en el valle de los milagros.

Es tiempo para reflexión. Es tiempo para retirar de la aljibera algunos duros recuerdos que, a la distancia enorme de su ocurrencia en el pasado, consiguen templar los momentos difíciles del presente momento.” Es grato volver a sentir el frescor del agua de la lluvia en el propio rostro, bordear los ríos caminando entre los alisos que los festonean, detenerse  a escuchar el silbo del mirlo, ese pájaro avisador  de todo cuanto se adentra en el bosque  o abandona la floresta”. Aquella floresta indigesta, tronzada y bordeadas los trozos por sus hostiles y decadentes propietarios  con muros de piedra, pero fácilmente expugnables por la curiosidad infantil.  Mi propia curiosidad de hace catorce lustros cuando yo seguía mi madre a los campos de Raíces y de aquella tierra abandonada mi santa naiciña retiraba substancia ecológica con tripla finalidad : cama para el cerdo, calor en el invierno y adobo para el huerto del señor.

Pedaleando contra el viento del sur sobre una vieja bicicleta, me agradaba sentir el aliento y frescor de la furia marina que se había acallado a su paso por las vigilantes lobeiras. Hasta la pequeña aldea de Ameixenda eran cinco kilómetros de carretera mal cuidada, pedregullos afilados, hoyos  articulados en extraños meandros, que cambiaban el sentido por capricho de fuertes lluvias. Algo perfectamente diseñado  para templar el músculo y la mente de un niño en continuada formación. Niño noble, bello y feliz, con alma fuerte, pecho ancho, corazón grande, obstinado por la lectura  de obras prohibidas, todas ellas acobijadas en la torre principal del colegio Fernando Blanco, donde yo me  refugiaba ante la complacencia simulada del vigilante y profesores de firme tesitura en el arte de doblegar vocación con mano dura y palo largo de la cultura vigente. ¡Como era longo el camino hacia la mayor edad!

Ahora, cuando la edad declara haber dejado todo para atrás, todo transcurre rápido, la brevedad de la lluvia, el reflejo del rayo, el estampido del trueno, la estancia de la bruma, el perfume de las flores, el sabor de las uvas. Más que breve, todo es instantáneo como la fusión de un polvo lechero en agua contaminada.
Alejados de nuestro mundo todos los sentidos adormecen. El oído pierde acuidad, los ojos se esconden atrás del rocío de una acelerada catarata, la nariz des empina delante de su propio olor. Declina, por el poder de la gota y natural artrosis, la reverencia a la imagen de santos antes venerados. Finalmente, suenan las trompetas del apocalipsis avisándonos de la llegada al pico de la vanidad satisfecha.

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