El foro cibernético
de mi amigo conde camina, a pasos agigantados, de algo muy malo a algo realmente
muy mejor. Sube, con alguna dificultad es verdad, la retorcida ladera que
conduce los críticos del arte plumero a la cumbre de lo que podríamos denominar
pico del orgullo satisfecho.
Después de una
complicada jornada, en la que nosotros, los dignos de la sociedad ibérica, tuvimos
que colearnos de algunos indignados uniformes, bien iluminados por la fuerza
del sol y bien forrados con balas dulces de todos los sabores y para todos los
gustos, acabamos quedando exhaustos, literalmente agotados, sin más fuerza que
uno u otro suspiro extraído del estrés sintomático de esa preciosa palabra
retirada de la lengua ibérica hablada en el autonómico peñasco de Gibraltar.
Asustadoramente
exhaustos. No queda otra alternativa sino abrir los brazos al viento ábrego y permitir al cuerpo una abrupta caída por el
lado de la austera ilusión de una economía si cualquier contrapartida en el valle
de los milagros.
Es tiempo para
reflexión. Es tiempo para retirar de la aljibera algunos duros recuerdos que, a
la distancia enorme de su ocurrencia en el pasado, consiguen templar los
momentos difíciles del presente momento.” Es
grato volver a sentir el frescor del agua de la lluvia en el propio rostro,
bordear los ríos caminando entre los alisos que los festonean, detenerse a escuchar el silbo del mirlo, ese pájaro
avisador de todo cuanto se adentra en el
bosque o abandona la floresta”.
Aquella floresta indigesta, tronzada y bordeadas los trozos por sus hostiles y
decadentes propietarios con muros de
piedra, pero fácilmente expugnables por la curiosidad infantil. Mi propia curiosidad de hace catorce lustros
cuando yo seguía mi madre a los campos de Raíces y de aquella tierra abandonada
mi santa naiciña retiraba substancia ecológica con tripla finalidad : cama para
el cerdo, calor en el invierno y adobo para el huerto del señor.
Pedaleando contra
el viento del sur sobre una vieja bicicleta, me agradaba sentir el aliento y
frescor de la furia marina que se había acallado a su paso por las vigilantes lobeiras.
Hasta la pequeña aldea de Ameixenda eran cinco kilómetros de carretera mal
cuidada, pedregullos afilados, hoyos
articulados en extraños meandros, que cambiaban el sentido por capricho
de fuertes lluvias. Algo perfectamente diseñado para templar el músculo y la mente de un niño
en continuada formación. Niño noble, bello y feliz, con alma fuerte, pecho
ancho, corazón grande, obstinado por la lectura de obras prohibidas, todas ellas acobijadas en
la torre principal del colegio Fernando Blanco, donde yo me refugiaba ante la complacencia simulada del
vigilante y profesores de firme tesitura en el arte de doblegar vocación con
mano dura y palo largo de la cultura vigente. ¡Como era longo el camino hacia
la mayor edad!
Ahora, cuando la
edad declara haber dejado todo para atrás, todo transcurre rápido, la brevedad
de la lluvia, el reflejo del rayo, el estampido del trueno, la estancia de la
bruma, el perfume de las flores, el sabor de las uvas. Más que breve, todo es instantáneo
como la fusión de un polvo lechero en agua contaminada.
Alejados de nuestro
mundo todos los sentidos adormecen. El oído pierde acuidad, los ojos se
esconden atrás del rocío de una acelerada catarata, la nariz des empina delante
de su propio olor. Declina, por el poder de la gota y natural artrosis, la
reverencia a la imagen de santos antes venerados. Finalmente, suenan las trompetas
del apocalipsis avisándonos de la llegada al pico de la vanidad satisfecha.
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