Dicen
que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón. Tan lejos vivo y
tan cerca estoy, luego hoy que un poderoso vendaval arrastra mi barca por las
cercanías de Vimiazo, viene a mis recuerdos la odisea de mis padres cuando
tuvieron que abandonar el lar y se refugiaron en Santiago a espera de lo que
pudiera ocurrir. Por un cabo que atravesaba el Atlántico, la voz de mi madre llegaba
pura y sonora para consolarme de que la familia estaba segura y “por aquí no
pasa nada”. En Finisterre ardía el Casón y mi playa tropical se llenaba de
amargura, pero mi madre, miña naiciña querida, supo esclarecer mi sufrimiento
en estos mares de locura y, ahuyentando de mi los sufrimientos, cuidaba para
que yo no naufragase en mi vivir.
Han
puesto algunas velas en el túnel de mi existencia y esto permite que yo vea mis
manos y sepa por donde ellas quieren nadar. Los dígitos bailan, más por experiencia
que por la orden de los ojos para que pisoteen las teclas que la voluntad, de
expresar lo que quiero, digan lo que me gustaría decir. Y lo digo sin más rodeos
que el de la muela de un molino de agua dulce en el silencio de la Lagarteira.
Cuando
se produjo la catástrofe del Prestige yo cavaba mi prestigio por las cercanías
del desastre. Durante la noche un ruido descomunal del viento azotando las
ventanas, nos había dejado sin dormir, a mí y a mi esposa. Un diputado, correligionario
y entonces mi amigo, se comunicaba frecuentemente y me hacia entender que
estaba hablando al móvil con don Manuel. Y de hecho a él se dirigía cortésmente:
“sí, don Manuel; claro, don Manuel, como usted lo diga, don Manuel” y algunas
cosas más de la intimidad política. El coche en que ambos íbamos era oficial,
el motorista era un antiguo amigo mío en
los tiempos de infancia, entre los dos había absoluta transparencia y lealtad
de propósitos. Así que por él supe después que el don Manuel de los contactos
telefónicos no era el don Manuel que yo suponía ser. Empezaba a ver una verdad
muy diferente de la que yo quería que existiera. En breve pasé a ser dominado
por un dolor de cabeza insoportable. El olor de chapapote no salía de mis narices.
Si esto no fuera poco, un dolor terrible invadía mi rodilla derecha y las
caminadas que yo hacía por los montes de Cee y Corcubión tuvieron que ser
interrumpidos para siempre.
En
la crónica de mi buen amigo Alfredo, la luz de velas que ilumina el pozo
negro, en el que permanezco encallado ya hace algunos meses, se fija en el comentario
de Cadalso60 (Xan de Nadie) “Uno por su
edad, y carecer de nietos cerca a quien contar batallas, debería ser disculpado
si, de tarde en tarde, se solaza con recuerdos de la patria chuica.”
Su
recuerdo aviva el mio, y lo que dice haber oído de Xosé, un lobo de mar, yo
sabia que ocurría por la boca de algunos que rescataban objetos de la playa después
de algún naufragio marinero. En una ocasión naufragó un barco americano y a la playa
de estorde llegó un cadáver. Alguien, deseando conservar un anillo de oro, resolvió
cortar el dedo del naufrago. Pocos días después, una flota de acorazados
americanos se postaba en frente a la playa de estorde, daba para verlos desde Brens.
El alcalde de Corcubión, organizó una fiesta para recibir los marineros
americanos. Aquel día yo me sentí muy feliz, pues percibí que no había ningún competidor
americano para arrebatarme la chica que a mí me gustaba y ella no lo sabía. Bailamos,
hablamos, transmitimos nuestras preferencias gastronómicas e hicimos proyectos
para el futuro. Fue un momento eterno. No había nadie en la plaza, la fiesta había
terminado por ausencia del convidado, las luces se apagaron y los dos, María y
yo, quedamos conversamos en el tablado de un pequeño palco, teniendo por
esperanza el futuro y por testigo el murmullo de la fuente de la plaza de
Corcubión.
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