viernes, 14 de diciembre de 2012

El barco


Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón. Tan lejos vivo y tan cerca estoy, luego hoy que un poderoso vendaval arrastra mi barca por las cercanías de Vimiazo, viene a mis recuerdos la odisea de mis padres cuando tuvieron que abandonar el lar y se refugiaron en Santiago a espera de lo que pudiera ocurrir. Por un cabo que atravesaba el Atlántico, la voz de mi madre llegaba pura y sonora para consolarme de que la familia estaba segura y “por aquí no pasa nada”. En Finisterre ardía el Casón y mi playa tropical se llenaba de amargura, pero mi madre, miña naiciña querida, supo esclarecer mi sufrimiento en estos mares de locura y, ahuyentando de mi los sufrimientos, cuidaba para que yo no naufragase en mi vivir.

Han puesto algunas velas en el túnel de mi existencia y esto permite que yo vea mis manos y sepa por donde ellas quieren nadar. Los dígitos bailan, más por experiencia que por la orden de los ojos para que pisoteen las teclas que la voluntad, de expresar lo que quiero, digan lo que me gustaría decir. Y lo digo sin más rodeos que el de la muela de un molino de agua dulce en el silencio de la Lagarteira.

Cuando se produjo la catástrofe del Prestige yo cavaba mi prestigio por las cercanías del desastre. Durante la noche un ruido descomunal del viento azotando las ventanas, nos había dejado sin dormir, a mí y a mi esposa. Un diputado, correligionario y entonces mi amigo, se comunicaba frecuentemente y me hacia entender que estaba hablando al móvil con don Manuel. Y de hecho a él se dirigía cortésmente: “sí, don Manuel; claro, don Manuel, como usted lo diga, don Manuel” y algunas cosas más de la intimidad política. El coche en que ambos íbamos era oficial, el motorista era un antiguo amigo mío  en los tiempos de infancia, entre los dos había absoluta transparencia y lealtad de propósitos. Así que por él supe después que el don Manuel de los contactos telefónicos no era el don Manuel que yo suponía ser. Empezaba a ver una verdad muy diferente de la que yo quería que existiera. En breve pasé a ser dominado por un dolor de cabeza insoportable. El olor de chapapote no salía de mis narices. Si esto no fuera poco, un dolor terrible invadía mi rodilla derecha y las caminadas que yo hacía por los montes de Cee y Corcubión tuvieron que ser interrumpidos para siempre.

En la crónica de mi buen amigo Alfredo, la luz de velas que ilumina el pozo negro, en el que permanezco encallado ya hace algunos meses, se fija en el comentario de Cadalso60 (Xan de Nadie) “Uno por su edad, y carecer de nietos cerca a quien contar batallas, debería ser disculpado si, de tarde en tarde, se solaza con recuerdos de la patria chuica.”

Su recuerdo aviva el mio, y lo que dice haber oído de Xosé, un lobo de mar, yo sabia que ocurría por la boca de algunos que rescataban objetos de la playa   después de algún naufragio marinero. En una ocasión naufragó un barco americano y a la playa de estorde llegó un cadáver. Alguien, deseando conservar un anillo de oro, resolvió cortar el dedo del naufrago. Pocos días después, una flota de acorazados americanos se postaba en frente a la playa de estorde, daba para verlos desde Brens. El alcalde de Corcubión, organizó una fiesta para recibir los marineros americanos. Aquel día yo me sentí muy feliz, pues percibí que no había ningún competidor americano para arrebatarme la chica que a mí me gustaba y ella no lo sabía. Bailamos, hablamos, transmitimos nuestras preferencias gastronómicas e hicimos proyectos para el futuro. Fue un momento eterno. No había nadie en la plaza, la fiesta había terminado por ausencia del convidado, las luces se apagaron y los dos, María y yo, quedamos conversamos en el tablado de un pequeño palco, teniendo por esperanza el futuro y por testigo el murmullo de la fuente de la plaza de Corcubión.

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