Se me arruga la piel como arrugada se
muestra la de una gallina desplumada, solo de oír usted hablar de tributos. Ay
cosas de más que nos aferran a actos impositivos y no son nada agradables para
que podamos llamarlas de cosas favoritas.
Pendiente de otras clasificaciones, no me consta que el tributo posea
cualquier valor intrínseco, pero cabalga con armadura metálica sobre mulas y, blandiendo afilada espada, refleja
poderoso valor extrínseco, lo que es retumbante
y suficientemente tajante para transformar en cuero la más subserviente piel de
gallina, o mismo la piel de gallo por moi machiño que se crea. El derroche de
quien mama y solapa el abrigo de los
abuelos, de quien los hijos heredan como puente para albergar los
nietos, respinga con mucho empeño y sin ninguna piedad en manos ajenas. Ni la
caracola albergada en la recogida playa de Lourido, protegida por la unidad
autonómica de Muxía, escapa de la voracidad
de lo imponible por la única razón de una autoridad desrazonable.
El Carretas, insuflado por sus
querencias, me recuerda un cierto cuñado que entre tapas y vasos festejaba como
un enclítico tribuno mi retorno a la patria de abastados plebeyos. El local, en la calle de Albarellos Berrocal,
era apacible para el flujo y reflujo de vinos y sabores aromáticos del cayo y
tortilla, antepasto de la viciosa gula. En contribución amistosa por la hermandad
que nos unía, yo retribuía pagando el mejor vino con un cariñoso tapa. Creamos
una onda con su particular flujo y reflujo: una vez pagaba él, otra vez pagaba
yo. Ocurre que… Sin vocación para el arte enófilo ni siquiera conocedor de vagos
conocimientos atribuidos a un sommelier, fui aprendiendo por la fuerza del
consumo a reparar en el sabor, olor y textura del vino que el tabernero servía.
Cuando pagaba yo, el brebaje sabía a un mencia reservado, a un viejo rioja o a
un caro albariño. La vez del adorado cuñado, el sabor valía a un ribero vulgar.
Mi contribución afectiva era un tributo abusivo.
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