miércoles, 13 de octubre de 2010

BONDOSA MEZCLA

Tiene usted, don Alfredo, el cordón que consigue aflojar las heridas de mi parca memoria. Vaya por dios, alguna cosa extraña y transcendente me amarra a su pensamiento, y el amarre me sujeta en el puerto de su personal ismo ya por más de un decenio.
Por partes, me tiro un poco a la crítica y otro poco a la consideración. A la crítica, primero, pues soy gallego de origen y mixote de buena cepa.
Si Mahoma no fuese a la montaña, la montaña arrojaría piedras a su cabeza. De este modo Lichtensberg, último hijo de una prole de 17,  afinó sus oídos para escuchar la voz de la roca al pie de su particular Pindo y, así, evitaba el esfuerzo de carrear piedra, brío extremamente doloroso en su condición de escoliótico idiopático. Como científico matemático del periodo pre-revolucionario, Lichtenberg se distraía en el aburrido mundo de la paremia, extrayendo de su enfermedad proposiciones coherentes con los síntomas que afectaban el mundo político-religioso de su tiempo.  De ojo en los aforismos de Lichtenberg no es necesario ser consciente de alguna cosa para tomar partido de cosa alguna. Y así nos va y así nos advienen las aforismas que, por crisis partidaria, corrompen nuestras arterias cuando temperamos el caldo con axiomas en defensa de incoherentes postulados. Vivir de ismos es querer morir como una garrapata, vulgar ixodoidea colgada al rabo.
No integra los registros de mi fortuna la dulce memoria de haber convivido con mis abuelos paternos. Cuando yo naci, mi padre ya era huérfano. Conocí la presencia personal de mi abuela Presenta cuando ella me encontró escondido entre el pajar de un pequeño hórreo, dentro de su casa, después de haber explorado, por la mano de mi tío político, los montes de Camariñas y la belleza idílica del paisaje jamás borrado en mi ya vieja memoria. Desde la edad de cinco años recuerdo mi abuela como una señora fuerte y decidida, moderada en el hablar y reflexiva antes de la amonestación. De política, nada. El silencio era la tónica de aquellos años difíciles en que la guerra se cebaba de hijos por los campos de Rusia y Francia y, en Galicia, Foucellas se fugaba de la guardia civil.
En casa de mis padres dos fueron los idiomas transmitidos a sus hijos; el gallego libre y el español normalizado desde la gramática castellana. En casa de todos mis amigos ocurría el mismo fenómeno de transmisión idiomática. No recuerdo haber presenciado cualquier conflicto en función de desentendimiento entre las dos formas de comunicación. No obstante, recuerdo una señora castellana, viuda de gallego, reclamar que no conseguía entender lo que los niños hablábamos, pues, naturalmente, la lengua de los niños obedecía a la regla de una tercera lengua, mezcla de las dos lenguas patrio-maternas.

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