miércoles, 27 de octubre de 2010

NAHUA

Cuatro caminos hay en mi vida. He recorrido los cuatro y no puedo decir que alguno haya sido el peor. Todos fueron buenos, porque bueno yo he sido. Y si algún adjetivo malo se me atribuye será para endulzar el predicado nominal, a quien han encargado de engendrar confortable sombra para mitigar la brillantísima luz que incide sobre la trilla, por la que camina, ahora muy lento, el cuerpo obeso de mi fina estampa.
Fluctuaba yo sobre las ondas de un violín y, traspasado por el dulce canto de su melancólica serenata, soñaba alcanzar la playa gallega de mi amigo Tchaikovsky.
 Plácidamente sentado en la cumbre de un monte pelado, con las palmas de mis manos haciendo de anteojos, vi a lo lejos, en la llanura da corredoira (que el turista llama Avenida da Morte en la ancestral Teotihuacan), un hombre muy diferente de todos los hombre que estoy acostumbrado a ver desde hace medio siglo de mi forjada  vivencia en este maravilloso mundo que nunca fue indio. Ese ser extraño surgía con temperos de alma milagrosa  y su identidad era eclipsada por la resurgencia de rayos solares que obligaba a mí y a los indígenas agachar los ojos para no quemar nuestras particulares pupilas. Venía del otro lado del gran charco. Trajeaba paños que lo cubrían por entero, de pies a cabeza, y gesticulaba la lengua a modos de popoloca. En la pirámide de la luna lo esperaba Motezuma y en la pirámide del sol lo vigilaba el cortés de la nueva España.
Blanco como la leche de su país, el extraño personaje caminaba trópego y parecía desconfiado de que los gringos le robasen el código florentino; lo llevaba íntimamente protegido entre el pecho y el brazo izquierdo y exhalaba un perfume de papiro viejo, típico de la cultura axilar, que los marineros de antaño traían junto con sus almas tras meses navegando en aguas del océano atlántico. Rescindía olor a pies descalzos caminando en doble hilera por la avenida de la muerte. Cabezas encapuzadas, vistiendo sudarios, vagaban por el camino  borrifando agua bendita retirada de un caldero para rociar el suelo y minguar la pena que lleva la santa campaña. Quieren eses santos hombres, espectros del infierno, rescatar un gromo de regueiro con troitas e pintegas abeiradas de un tanque de robalos enloquecidos, nacidos por descuido de la Galicia borrosa. Encontrarían en el indígena azteca un fiel aliado para llevar a cabo el ultraje del Señor de los señores, el Moctezuma guerrero, quien moriría traspasado por la espada de la ilusión, después de  haber recibido hostias sagradas del intrépido cortés a cambio de la divinidad que ofrece el brillo áureo del metal noble al precio inescrupuloso de cuatro escrúpulos. En el palacio del Sol, en que el amigo Montezuma esperaba recibir la gracia del mesías, soplaba sotavento en desacuerdo con las gracias de un noble villano y como el extraño individuo del condado de Breogan era perfecto nahua, versado en técnicas de habelas hailas, evitó el buen conde lanzar su cuerpo al cielo por pensar lo ocurrido con las plumas del maestro Ícaro.
 

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