Mi muy dignísimo conde mío. Ayer, luego de expiar como, cuando y donde el sol se esconde en estos días que anteceden la primavera, leí su azote de pena agitada a los cuatro vientos.
El látigo chasquido alcanzó mis oídos al unísono con un bando de pájaros que vuelan todo atardecer en dirección a sus nidos, nidos estos albergados en un pequeño parque cerca de mi casa, en San Caetano. Es un bando de loros que al amanecer vuelan a la sierra y de noche regresan para dormir en el parque que, probablemente, un antepasado y urbanizado papagayo, arrancado de la selva, preso y enjaulado para deleite del público humano, fue conducido, habiendo más tarde se librado de la cadena que lo retenía en la jaula. No obstante, parece que su descendencia no consigue librarse del acento, queixume y aroma de los pinares de su antepasada urbanidad.
Ipsis litteris así ocurre conmigo. Habla usted de los vocacionistas del suspenso, de aquellos que no dan palo en el agua por temor a la onda que el repliegue del palo pueda causar a la monotonía de la cándida vida. Fue un hablar, que por hablar el bando de loros cruje chillidos sobre el aire para avisar que todos deben volar unidos hacia el destino y allí separarse para posar en tantos gallos cuantas unidades familiares componen el bando.
Es posible que yo todavía viva en el limbo del olvido. Pero puedo confesarle que jamás fue necesario que me diesen palo para que yo sirviese de mula y carrear voluntariamente tojos a ser quemados en la hoguera de San Juan. Y no le cuento la leña que partí para calentar el horno que cocía la masa de maíz contenida en hojas de berzas. Las señoritas Olga, Irma y Rita, hoy señoras abuelas, podrán atestarlo. No tengo duda, lejos de paladar el agua en gestos de sube y baja el remo, colaboré con el desplazamiento de mi propia embarcación a fuerza de quemar mucha grasa y churrar sudor para aplacar la sed de mi nación. Y así fui bogando, bogando, bogando. Remando hasta alcanzar la edad que en la cuenta de la seguridad yo no debería haber alcanzado, pero habiéndola superado ya me avisan, “en la cuenta del otario que tenés se la cargás y da lo mismo que seas cura, colchonero, rey de bastos, cara dura o polizón”.
El Supremo ha deliberado en mi causa y ha emitido sentencia a mi favor obligando a la seguridad a devolver una parte de lo que me ha hurtado. Y la Seguridad me responde que por acuerdo sindical me va restituir una parte de esa parte en 2012, inmediatamente después de que la profecía maya se cumpla.
Esperan que yo entienda lo que la Seguridad quiere que yo entienda, en mi más pura, cándida e ingenua caridad, por sus mácelas y pútridas chapuzas a lo largo de mi vida laboral, para que vagos de otra condición correteen con leña sobre el fuego, en calidad de fiscales, beneméritos de su particular seguridad.
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