No puedo prohibir el reflejo de un chulo pensamiento que bien podría identificarlo como un ataque indiscriminado de la envidia.
Veo hombres, gallegos, siendo guiñados a la cubre de la gloria. Son hombres con nombres de mi nación. La nación nacida en las proximidades del año 40, lustro más, lustro menos. Son, somos, la nata cuajada por la acción deletérea de los años, los mismos años que en momentos nos han colmado de esperanza, después nos han insinuado la gloria, y en la tercera etapa, un poco corroídos por tantas mordeduras, indica el camino del regreso a aquello que fuimos durante millones de años. Barro, sin humos.
Un día, cualquier día del ciclo repetitivo, que origina las naciones del mundo, un aguerrido espermatozoide tubo la gran suerte (para unos, para otros, desgracia) de alcanzar el núcleo reproductivo de un solitario óvulo. Con esta técnica, que la teoría de la fecundación tan sabiamente explica, crearíamos suficiente demanda para justificar la ilusión de haber creado una civilización de congeladores cárnicos, Antes, este glorioso encuentro era fomentado por razones que criaban capital humano y los transformaban en soldados de la patria, a mando de un espertozoide sobresalido entre la tribu de su parroquia nación.
Debemos pensar que en los albores de nuestra nación, la que ahora alcanza su zenit, hace 70 años, pico más, pico menos, éramos todos ingenuos adanes y evas caminando por las florestas de un arruinado paraíso, sin vergüenza de lo que dios nos ofrecía en el día santo de la creación. Las múltiples naciones de nuestros patriarcas habían colidido por instigación de dos ángeles del señor, el que sentaba a su izquierda y el que se burlaba de su derecha. La lengua serpentina, inducida por la envidia a una manzana degustada continuamente por la boca del señor, despertaría el deseo de caer en la tentación de reproducir la saga de Caín.
De tan humilde y glorioso origen, sería de esperar que todos los nacidos en la quinta del cuarenta, decímetro a más, decímetro a menos, alcanzásemos la cumbre del monte, compartiendo ilusión en conjunto por todas las partes del mundo en que pulsa nuestro corazón. Todos, nominalmente todos, deberíamos estar en el foco de la Junta en el reconocimiento de gallego comprometido con la nación que ahora se eclipsa en el eterno proceso de apaga y nunca vuelvas a brillar.
Hoy brilla en Galicia el lucero de la estrella de la nación surgida en los años 60 (pirrallo a más, pirrallo a menos). Ello no hubiera sido posible sin la participación del capital humano extraído de la nación del 40. Luego era mi esperanza, y en esto me aguja la envidia, ver recoger bajo el palio del reconocimiento de la voz del correo, que entrega correspondencia gallega por todas las partes del mundo, la pura representación, incluyendo la penuria de todos heroicos caballeros formadores de ese capital humano tan lisonjeado por la curia de la refrigeración.