miércoles, 8 de febrero de 2012

IDEAL BULKER


Yo lo vi entrar desde lo alto de la pedra Moa, en la morada de Pindoschan. Llegó imponente, gracioso y algo arrogante con sus mangas abiertas, sus cuatro suspensorios de sonriso amarillo, todos vigilados por el comando blanco desde la torre de control con bandera china. Al verlo plácidamente asentado sobre el llano de Brens, donde yo y mi amigo Ferrin hacíamos prácticas de sumersión, de la que volvíamos con la mano abrazando amuestra de arena como prueba de haber tocado fondo, no pude evitar recordar mi primer labor social como ciudadano global.

Mi orientador fue el cura de la parroquia Junquera, don José Pego. Mi madre me había adornado con un sombrero de paja con rabo tirado de crina de algún asno, me pusieron bigote al estilo chino y una cajita en la mano que yo debía devolverla al cura llena de dinero. El recorrido en busca de limosna para los chinitos yo lo conocía bien: empezaba en el bar Puerta del sol, continuaba por la Magdalena hasta la casa Merens, seguía por la plaza de España, con parada en la Farmacia Guillen, el sastre Cespón, el Zapatero Lamas, continuando  hasta el extremo que antecedía el viejo muelle de pescadores, para subir a la Plaza del Sacramento, después por el comercio de la Mogiana para alcanzar la panadería Benedicto. Por todo este sacrificio, lo único que me daban era el consuelo de un franco sonriso que yo agradecía con un sincero amen.

Mi madre ya esperaba ese resultado, pues era sabido que quien tenía un patacón lo usaba para comprar azafrán y ponerlo en el arroz para comerlo con un menos de tristeza en los ojos. Mi madre pidió para que no me desilusionase por aquel resultado e insistió para que reiniciase la procesión y pusiese más emoción en el pedido. Hoy yo se que repetir un hecho por el hecho de repetirlo no me entusiasma. Entré por un viejo callejón que me llevaba a la plaza del Olvido donde había tres niñas que de mi se rieron, no sé si porque yo era niño o por mi apariencia de viejo chino. Me acuerdo que una niña se llamaba Margarita, la misma que muchos años después sería madre de ministro de España. Yo había marcado destino fijo a la intención de conseguir limosna, era la panadería del Muradan a quien yo conocía por haber conseguido pan negro con cartilla de franco racionamiento. El viejo panadero me dio cinco reales en monedas de cobre. Eran tan desgastadas que si fuesen abalizadas por su peso metálico tendría un gran descuento. Pero como lo que valía  era la buena intención, corrí veloz a la casa del cura y le deposité las cinco monedas antes que cualquier mala intención me aconsejase a gastarlas en papelillos de azafrán, solo por el gusto de coleccionar héroes de futbol.

Hoy, al borde del Pindoschan, me regocijo pensando como fue útil a los chinos aquella pequeña inversión de cinco reales, hecha a los finales de la primera mitad del siglo pasado,  traducidos en este día histórico de mar calmo por algunas toneladas del atómico manganeso, al precio aproximado de 90 euros/tonelada.

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