Entre un honrado ladrón y un licenciado
en derecho también puede armarse un enorme follón. Y es que el honrado ladrón
no quiere entender como el que aboga el
derecho no consigue tirarlo de la terrible aflicción en que lo han puesto los
“biennacidos” por la ley, que a todos nos hace igual. Media docena de meses
enredado en reja de grueso calibre a cambio de haber desosado una gallina
suelta en el pasto de lujosa propiedad jamás podrá parecer al buen samaritano
derecho de un cambio justo y perfecto. Los
levitas y sacerdotes no van por el mismo camino. Un samaritano, cuentan,
cuidaría del buen ladrón, lavaría las heridas provocadas por el hambre, le
daría hogar y algunas monedas para emprender la dura jornada que representa el
paso por esta vida. En otras palabras, la Constitución no reza la cartilla del
buen samaritano. Y llamamos buen
samaritano porque la doctrina lo explica como excepción y la regla es ley dictaminada
por el código de Hamurabi: hambre, prisión y muerte por una gallina.
Por el hueso de una gallina querían
arrancar del corazón del pobre ladrón
una libra de su ya muy sufrido corazón. Y el licenciado, que representa el abastado
Shylock en el mercado ibérico, en defensa del derecho a que el pobre no tenga
derecho alguno, afirma, al tribunal de justicia, la justa correspondencia entre
crimen y castigo. Y por los nuevos vientos que el alba nos trae y la fuerza que
el poder nos otorga, queremos nosotros que los otros se callen y se dobleguen a
nuestro fuero de justicia callejera. Triste dilema es el tema entre un mal
licenciado y la licenciatura de un buen
ladrón. Desosada la gallina no hay remedio que la salve y es de buen samaritano
permitir que la disfrute el buen ladrón y que su estómago bendiga los santos
despojos.
Al
borde del abismo estamos. El borde es escabroso y el abismo es profundo,
obscuro y tenebroso como el infierno dantesco de Alighieri. Si por él tenemos
que andar, hagámoslo acompañados de Virgilio, con rosas en las manos.
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