sábado, 11 de septiembre de 2010

CHICO MAYAN


Era para mí una figura muy extraña a quien yo contemplaba todos los veranos de mi infancia, cuando lo veía sentado en un banco de piedra en una esquina de la alameda de la plaza España. Lo reconocía por su enorme parecido con su hermana y porque decían que era hermano de Eduardo Mayan, este, sí, bastante más próximo y más conocido por los chavales  de mi generación.  Casado con  una ex alumna, tenía un hijo próximo a mi edad. Era un chaval fuerte y simpático, pero no tenía muchos amigos en el pueblo.
Por aquel entonces yo era un potrillo semisalvaje que ultrapasaba, en un único salto a lo largo de la espina de hierro fundido,  los bancos de la alameda. Creo que despertaba la envidia atlética de otros rapaces que al intentar imitarme se descojonaban literalmente en el intento. Durante una misa, de esas ecuménicas que don José Pego liturgiaba en santos domingos del verano, pude observar como el hijo de Mayan se distanciaba de su madre  para arrodillarse a mi lado, en señal evidente de quien quería ser mi amigo. Era un chaval extremamente educado en el respecto a su madre y, después de decirme hola, la miró como solicitando consentimiento. Me sentí contento al observar como el rostro lindo de su madre asentía con benevolencia su intento de hacer amistad conmigo. Asistimos la misa con toda devoción, típica de creyentes católicos, y recibimos juntos la comunión. Después de la misa, el único lugar en el pueblo donde los niños nos encontrábamos para charlar, jugar al gua y gastar energía como saltimbancos, era la alameda, con su piso cubierto de barro y sus arboles plataneros con talle delgado y tiempo de vida equivalente a la mía (más o menos 10 años). El hijo de Mayan, infelizmente no recuerdo su nombre, se aproximo de mi y muy educado, con voz templada y bien afinada me pregunta como yo conseguía saltar y no lastimarme al volar con las dos piernas abiertas por encima del arco del banco de piedra (había otros bancos de madera, menos peligrosos en el salto) – No se – fue mi respuesta sincera – me gusta saltar como me gusta andar de bicicleta o nadar en la ribera o caminar por el monte de la armada. Los árboles  a cada lado del banco eran también muy jóvenes y delgados, sin alambrado en su vuelta, y esto daba espacio para correr, ganar impulso y volar al otro lado. Algo realmente peligroso para quien lo intentase por primera vez. Él no quería saltar, solo deseaba hablar conmigo. Hablar era cosa de niñas. Los niños queríamos acción – Te gusta pelear con espadas? - Le pregunté. – Si, pero mi mamá no me deja. - me respondió prestando atención a la llegada de su madre.
- Chico, (nombre ficticio por olvido del verdadero) dile adiós a Morriñoso y vámonos para casa.
- Mamá, déjame quedar un poco más con Morriñoso.
- No, estos bancos de la plaza están sucios y contienen muchos microbios.
Pero, mamá, los bancos de la iglesia se llenan de pobres y enfermos y tú me pides para que yo me arrodille en su vieja madera. Aquí, en la plaza, la lluvia lava los bancos y esto hace que sean más higiénicos que los asientos de la iglesia.
Era un diálogo de alto nivel, pero no exactamente extraño a mis oídos. Yo había sido introducido en la lectura de libros a los que tenía acceso en la biblioteca de la torre del reloj del colegio Fernando Blanco, simplemente por el hecho de que   nadie nunca impedía mi paso a donde quiera que yo quisiese ir. Y mi voluntad era accionada por la curiosidad de conocer lo desconocido.
La madre de Chico le miró fijamente por algunos instantes y se retiró altiva y segura. La vi entrar por aquel portón alto de la casa Mayan. Si fuese mi madre, ella pararía antes de entrar, respiraría fondo, daría media vuelta y diría en vigoroso ton -¡Quiero que entres, ya! – Y yo entraría corriendo para evitar in-gloria sabatina de fanecas.
Chico no corrió, ni se perturbó demasiado, pero estaba claro que él sabia,  por alguna razón de comunicación maternal, que debía retirarse de la plaza y seguir su madre.
Gravé este episodio por el contraste entre la pasión y la razón en torno al posible dominio microbiano. Muchos y muchos años después yo tuve la grata alegría de encontrarme con Francisco Mayan por ocasión de la recepción en la biblioteca que lleva su nombre. El motivo del festejo era el premio Fernando Blanco y mi presencia en aquella fiesta no obedecía ningún convite personal y si a mi eterna curiosidad de entrar en cualquier lugar que no fuese explícitamente prohibido. En este episodio registré una frase suya, que afirmaba que su alma adoraba el pueblo de Cee, pero en la atmósfera de la villa había algo que lastimaba su cuerpo.
Por ironía de la vida, definitivamente plasmada en el momento de la muerte, su alma se quedó para siempre en Mondoñedo y, ahora, su cuerpo yace en eterna vigilia para que al aire de la ría no la contamine otros malos aires y otros jóvenes cuerpos tengan que salir de la villa. 

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