miércoles, 18 de enero de 2012

TODO SIGUE IGUAL


Señor conde, soy uno de los que leen a diario crónicas suyas desde ya hace dos lustros. Aunque usted nunca me haya citado en sus tertulias matinales, creo piamente que vostede lleva conciencia de mi existencia, o así se me figura por la voluntad que emerge en las catacumbas inconscientes de este inconsecuente vasallo y eterno su servidor.

Habla hoy, como casi siempre, de un pasado perfecto, que puede ser transformado en pretérito imperfecto al impulso de una decena de dígitos tamborileando el teclado de un ordenador imparcial.

La vida es la ruleta en que apostamos todos que de algún modo albergan la esperanza de ganar. A mi tocó vivir un periodo malo, pero fue mejor que el vivido por mis padres y abuelos.

Aunque haya sentido por narrativas cruzadas la tragedia que es una guerra y el terror que ella representa para los bandos que se querellan, no guardo memoria   del drama que pueda significar ver un ser querido muerto por la sinrazón de alguna bala perdida en el espacio y encontrada en su sien. No obstante, yo leía con mucha aprehensión las cartas que mi hermano escribía desde el frente de Sidi Ifni y también las que a mi escribía una inolvidable amiga mía, desde las Navas del Marques, contando como le apretaba el corazón al tener que consolar colegas, más de una, que habían recibido noticia de hermano muerto en batalla por las arenas de África.

Mi única batalla fue la emigración en doble partida. Sabía yo, a los 20 años, que el servicio militar sería una jugada cierta para la angustia de perder. Pero era lo que había que hacer, no por un deber moral y si por obligación de escoger entre lo malo y lo peor. Por alguna razón que me cuesta entender, mi deseo de hacer carrera había sido irremediablemente podado en tres ocasiones por un perito industrial exento del mínimo currículo pedagógico. No ocurrió la cuarta podada porque yo pasaba a comprender que a un buen entendedor una mala acción es suficiente, dos son muchas y tres eran demás.

Con el permiso de mi padre y la angustia contenida de mi madre, cogí el rumbo de la emigración por la estación de Cuatro Caminos. Mi destino fue el mundo industrial de un gigantesco país que vivía sobre las órdenes políticas de un genioso cuadro, por el que yo vi ofrecer en plaza pública el cromaterapéutico embrujo que representa un cambio de colores. Y el cambio yo lo vi aparecer una mañana en la puerta de una gran fábrica que estaba asediada por un grupo de sindicalistas. La disuasión de este grupo fue inmediata cuando al oído del comandante alguien avisó que llegaba la caballería. Y los caballeros montados en fogosos caballos entraron en el juego policromático de la confusión, sin orden ni desconcierto, provocando gritos y desorden de la turba amotinada en las puertas de una empresa industrial.

A este hecho siguió un duro periodo de dictámenes militares y manifestaciones eclesiásticas en pro de colecta de oro para el bien del país.  Para mí, la incógnita del futuro  fue siendo descifrada por las situaciones del momento. Y la suma de muchos momentos ha permitido que yo pueda contarlos ahora que llego al fin de un largo viaje. Pero, como a usted, me da miedo pensar lo que pueda ocurrir a mis nietos. 

Buscando respuesta en la sociedad global que nos contempla, el espejo responde: Todo sigue igual.

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