Estamos en agosto de 1961. Es domingo, un
día caliente y seco. Estamos en invierno, para mí es el segundo invierno en un
mismo año. El clima se parece bastante con el clima de las rías altas y bajas
de Galicia en el verano, pero sin la humedad típica gallega. Hoy es un día
agradablemente seco. Estoy albergado en una pensión italiana, en la rua Dr.
Almeida Lima, en el Bras, un barrio tradicional de origen italiano. Me han ofrecido un pequeño
dormitorio en el que hace algún tiempo vive un emigrante romano. El espacio es
pequeño, caben apenas dos camas con un corredor en el medio y un minúsculo
guardarropa en el que acomodamos nuestras
modestas ropas. No tiene ventana, la ventilación es por la puerta que se abre a
un estrecho pasillo, que se comunica con
las otras divisiones del térreo, entre ellas: el comedor, la cocina, el
dormitorio de los dueños y su hija y un pequeño cuarto de baño con ducha. En la planta alta hay tres o cuatro
dormitorios, cada uno con cuatro o hasta seis camas, todos ocupados por
emigrantes europeos. Mi colega orensano, Alfonso Leira Gira, vive en uno de
esos dormitorios con otros cinco emigrantes, todos italianos.
Alfonso, mi buen amigo samaritano, ha
conseguido trabajo en una rectificadora
de motor de coche en el barrio del Buen Retiro. Trabaja de noche y, a los
domingos, hace horas extras de día, de modo que mal nos vemos ya hace más de
dos meses.
El romano es artesano de joyas formado en
Roma, tiene más de treinta años y
trabaja en una famosa joyería, en una avenida céntrica de São Paulo. Es un
hombre muy educado, extremamente serio, un poco agobiado por los recuerdos de
la guerra. Hoy se levantó muy temprano y me dijo que iba comer en el centro de
la ciudad y volvería a la noche, tal vez muy tarde.
Yo voy en el tercer mes de trabajo. Luego
pasaré el periodo experimental y me
convertiré en un trabajador estable, con todos los derechos previstos en la
Consolidación de la Leyes del Trabajo del Brasil desde el año de su
promulgación en 1943. Mi sueldo pasa de los 22.000 cruceiros, es suficiente
para devolver a mis padres las 10.125
pesetas del pasaje y las otras cinco mil que puso en mi bolsillo para poder
vivir los primeros tres meses (este dinero acabó en menos de dos meses). Aún me
sobra bastante para comprar ropa, comer, alguna modesta diversión en bailes
domingueros y el soñado ahorro para volver a España y tocar mi vida con quien
creía que sería mi compañera por el resto de mi existencia.
Fui contratado por una fábrica de origen
sueco, especializada en fundición de acero y mecánica pesada de alta precisión.
Éramos aproximadamente mil empleados, distribuidos en tres divisiones:
Proyecto, Fundición y Mecánica Pesada de Precisión. Fui examinado por el
ingeniero jefe Lincoln Palaya y, después de aprobado, me colocaron a las órdenes
de un señor portugués, el señor José, jefe de la oficina mecánica. El título profesional que me dieron era
pomposo y me dejaba orgulloso, algo vanidoso junto a mis amigos de pensión. A
sus ojos, la diferencia de mi sueldo con el de ellos los dejaba algo inferiorizados;
algunos eran pintores de arte abstracta
que no conseguían ganar un duro tirado de sus ingeniosos cuadros. El contrato con
la empresa Acero Paulista registraba las obligaciones y responsabilidades del
Inspector de Control de Calidad, en su equivalente español, algo parecido con Aparejador o Perito
Industrial. Yo debía comprobar correspondencia de las piezas con las
determinaciones del diseño, con la responsabilidad de aprobarlas o reprobar las
en consecuencia de su calidad o desvío de la tolerancia prevista en el
proyecto. En estos dos meses y medio que ocupo el cargo me siento seguro y
tengo el respecto de mis jefes y compañeros, ajustadores, matriceros, torneros,
mandriladores, afiladores de herramientas, todos especialistas en fabricación
de ejes, balancines, trituradores de piedra, máquinas de alto coste y fabricadas bajo encomienda.
Hoy es domingo, 13 de Agosto de 1961, son
las cinco de la tarde, en pocos minutos se hará noche. Sé que todo el pueblo ya
está en fiestas organizadas por mi padre. Pienso en mi madre, pienso en mi
hermana que va cumplir los diecisiete años, ella tendrá que sustituirme en las
labores de la panadería. Pienso en mis
dos hermanos menores, Daniel y Fernando. Pienso en todo que he dejado para
atrás, pienso en mi novia, pienso en mis amigos, pienso en mi futuro y… lloro. Lloro
a los borbotones, con sollozo incontenido; el pecho me aprieta, la boca se me
seca y los labios se inundan con lágrimas. Descanso en la cama que pertenece a
mi amigo Alfonso, en todas las demás descansan cinco emigrantes que cuentan
unos a los otros sus problemas y dificultades para construir futuro en el
Brasil. Siento vergüenza, cubro mi cabeza con la almohada pretendiendo ahogar mi lamento. Nada se
mueve, escucho un silencio ensordecedor. Nadie habla, todos comprenden y
respectan mi sufrimiento; sufren también, son emigrantes como yo.
Allá, al otro lado del atlántico, ondeada por ligera brisa del mar, suenan
alegres melodías que se repiten al
viento por el eco gracioso del monte del Son. La música me consuela, respiro
fondo y recupero mis fuerzas; la vida continua y mañana será otro día. Muchos
otros pasarán y deberé ser fuerte, templado
por la esperanza de volver al lar donde crecí y allí vivir hasta morir rodeado
de dulces recuerdos.
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