lunes, 1 de noviembre de 2010

VIAJANDO ENTRE PINARES

Ya me ocurrió diversas veces al correr por la cordillera que bordea la costa, o por la inmensa llanura de la América del Sul, camino de Bolivia, en la soledad del pantanal matrogrosense. También fui acometido de esta extraña sensación de emotividad negativa cuando percorrí la España de cabo a rabo buscando oportunidades de producir trabajo y generar lucro al empresario en función de mi privilegiada condición de capital humano y, así, pensaba yo obtener suficiente limosna para sobrevivir en el arduo clima del invierno ibérico. Esto parece ocurrir frecuentemente con todo bicho que es mortal. Resulta de un instantáneo análisis de la disconformidad entre lo que creemos que es, o puede ser, y aquello que realmente se muestra a nuestros sentidos.
Ocurre a diario, cuando nos deparamos con el incumplimiento de promesas en el campo de la política. Tal vez sea este fenómeno la causa fricativa que acaba derrumbando todo santo demagogo de la caústica ilusión.
Pero este colosal mal, que tanto nos agobia por creer que su origen está en los otros, persona u objetos,  duerme la siesta en cualquier poro de nuestro cuerpo y despierta a menudo para hacernos la gran jugada. No fue otro el motivo que condujo esa infeliz pareja de Lalin hacia la gran desgracia, por la que no serán capaces de librarse en el resto de sus vidas.
La expectativa delante de un empréstito es de euforia. La misma euforia que antecede un viaje de reconocimiento. Con el dinero en el bolso, nos olvidamos que habrá que pagarlo acrecentado de intereses, que el creedor y todo el sistema que le ofrece apoyo nos obliga a pagarlo bajo amenazas de un mal mayor. Al iniciar un gran viaje, muchas veces también nos olvidamos de que los elementos que integran nuestra expectativa fue formado por relatos de una supuesta realidad, que cambia a todo instante. Cuando la realidad presente confabula con nuestra expectativa, ofreciendo concordancia, la riqueza de un estado hipnótico crece por orden de la vanidad, orgullosamente aliada  con la arrogancia, quienes, bajo la batuta de la intolerancia, pasan a regir  la tesitura de nuestra disfonía sinfónica.
Disonancia cognitiva es el concepto que da nombre a esa tensión desarmónica en el campo de las ideas, creencias o actitudes y que despierta emoción contradictoria entre los lectores del correo digital. Es algo que mucho fastidia, y aunque Festinguer bien lo haya explicado, los grandes caballeros-marineros, mixotes de Peercebes, activan sus resortes críticos de modo a obtener conciliación entre la expectativa de superar carencias propias y la mixotera libertad literaria de mi muy estimado Al, glotón de anacantos, en su viaje por la baja california.

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