lunes, 8 de noviembre de 2010

AGARIMO GALEGO

Proveniente del cielo, trajeado de blanco y con rojos zapatos de la artesanía de un buen zapatero, en medio a una densa bruma, bajaba, por los dieciséis escaños iberos del ave Allitalia, su santidad don Ratzinger. En el suelo de la tierra gallega lo esperaba don Felipe de Asturias al lado de su linda princesa Leticia. Al fondo, a su izquierda o a la derecha de los príncipes (según la referencia que se adopte) tocaba la gloriosa banda de gaitas orensana. Mi reloj pulsaba, sobre mi brazo izquierdo, las doce y cuarto de la mañana del otoñal seis de noviembre del año santo jacobeo. El peregrino humilde del Vaticano demostraba su júbilo abrazando con sus dos manos la mano derecha del joven príncipe y futuro rey de todas las Españas. La expresión usualmente carrancuda del hombre-papa mostraba cordial afecto y una pitada de orgullo por la imponente figura barbada del príncipe de Asturias. Esta expresión de la faz seria repetida atentamente durante el discurso de mi buen príncipe, Felipe de Galicia.


Todo el ceremonial identificaba ese hombre peregrino  como siendo un estadista de un poderoso reino. Y Ratzinger era, y es, ese poderoso hombre, representante de la fe de millones de creyentes católicos.  Sin duda alguna, ese hombre alemán  es muy diferente de este humilde grano galorego, hecho de barro autóctono y nacido en buena gloria del primer año de la paz ibérica, en una apacible villa de la costa fisterrana.
De mi lado supera el hecho de haber estado más veces en presencia de nuestro común amigo Thiago, el mayor de los ceebedeos. La primera vez fue un viaje festivo promovido allá por los idos de los años cincuenta. Las calles de Santiago estaban repletas de niños de todos los pueblos gallegos; yo y mis amigos éramos dirigidos por el maestro Pedro Galán. La segunda vez, en mi regreso de un largo exilio, acompañado de mis padres, sumergí en el túnel que conduce a la presencia del apóstol y, aún sintiendo calofrío por una posible apatía de recíproca intensidad, me arrodillé a los pies de la imagen del matamoros y solicité fervorosamente que me dignase aceptando mi pedido.
Fue un pedido extremamente pobre y vulgar. Lo hice creyendo tener Jesús como testimonio y, por la sencillez de la vida del hijo-dios, el privilegio de un modesto pedido sería otorgado. ¡Oh, parca ambición! ¡Oh, gran profeta!, hasta la última gota os ofrecí el cáliz de mi vida; la habéis saboreado en vuestra eterna sabedoria y, embriagado por mi inocencia, recusasteis mi solicitud, modesto pedido regido por el amor propio de regresar a la tierra y allí sufrir, vivir y morir, como Jesús, eternamente de brazos abiertos, como el Cristo Redentor en el morro del Corcovado.
Me resta el consuelo ofertado por el papa, bendito de los unos, el benedicto de los romanos, el bento de los portugueses y el Bieito I de Galicia: soy peregrino vaga mundo en busca de la verdad; quiero ensalzar y bendecir, con la voz rouca, el espíritu presente en la grandeza del alma humana, en los pobres y en los desvalidos de la fortuna insolidaria; soy hombre moi ambicioso por una simple indulgencia: el agarimo dos fillos de Galicia, mis hermanos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario