miércoles, 13 de julio de 2011

DEBER DEL DEBER


Desde su salida del Paraiso, la Humanidad vive el periodo más conflictivo de su historia. No tenemos el consuelo de poder culpar un inocente ofidio, ni siquiera la astucia suprema de una costilla arrancada del macho-hombre durante un tenebroso y solitario abandono. Podríamos acusar el mal resultado de una infortunada cosecha de manzanas, pero, ni aunque fuera verdad, nuestra razón jamás se rendiría a un hecho tan insignificante a la existencia del Homo Sapiens. El demonio anda muy desprestigiado y a su dios ni dios hace más caso. ¿Por qué será, pues, que la globalidad occidental anda tan comprimida, absorta y preocupada por lo que va sucediendo a diario?

La mayoría de la gente que produce lo indispensable para tocar la vida en el corto intervalo de su estancia en la Tierra no es dueña de la banca, no vive de acciones, ni siquiera las posee, ni siquiera sabe lo que son o lo que ellas representan. No obstante, desde que inventaron esos pagarés como medio concreto de una promesa abstracta, el mundo se ve enrollado por una gigantesca máquina de papel, escondida en un profundo fondo monetario, desde donde consigue gobernar a su bel capricho el día-a-día de nuestras vidas. Incluso la mía, que por decurso de plazo o validad presumida cruje los huesos en fiel advertencia de que la cosa está llegando a su fin.

Una ligera observación a las arcas sagradas del mundo esclarecido nos hará ver que ellas están repletas de deudas. Eso me recuerda una de las recomendaciones de mi padre cuando yo estaba listo para abandonar la casa celestial: Hijo mío, nunca te olvides, el cumplimiento del deber es marca de la honestidad de un hombre.
Está ahí la llave para comprender la honestidad de las naciones: el DEBER. Todas las naciones DEBEN. Y más honesta, al juicio de una colosal reyerta, es la nación que más debe. El deber es una obligación divina. Cumplir esa obligación desarrolla confianza, eleva la moral y nos hace virtuosos. Por eso y porque la nación es representante fiel del deseo popular, todas las naciones con un pingo de moral están endeudadas ¡hasta el pescuezo!

Hasta la altura del pescuezo no hay cualquier razón para que cunda el desespero por la grandiosa virtud de llevar clavado en la palma del débito tan pesado fardo. El problema surge de la solidez, petrificada en plata y oro, cuando la sublima un estado de evaporación sin registro adecuado de la intermediaria liquidez.

La liquidez es un buen estado para mostrar el nivel del peligro. Hace soltar las alarmes cuando su nivel alcanza la boca. Sin comer, adviene la economía para decir que estamos austeros. Habiendo del lado del deber un ligero aumento de temperatura, nuestras narices pasan a respirar un  cálido vapor por el que se accionan las campanas para decirnos que no es más un alarme. La glotis, en estado de oclusión glotal, interrumpe el flujo monetario para producir un sonido absolutamente sordo a los oídos del capital, que, en última análisis, tiene crédito como contrapartida al deber de DEBER.

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