miércoles, 11 de agosto de 2010

CANCIÓN TRISTE

Cuando yo era niño, una gran parcela del noquehacer lo dedicaba a observar el comportamiento de las arañas. En mi casa abundaban las arañas, aquellas arañas dedicadas a la labor de tejer telas enormes. Lo hacían para interrumpir el vuelo de las moscas, y, una vez caídas en su red, las amarraban habilidosamente con cuerdas de nylon extraídas de la boca. En mi casa también había muchas moscas. Eran moscas enormes que se divertían zumbando alrededor de mi cabeza cuando yo descansaba en la cama. Eran tiempos de razón ecológica y  de perfecta convivencia. No obstante, recuerdo una campaña socio-familiar con el objetivo de, si no eliminar las moscas, sí reducir su mal efecto auditivo y sus intempestivas picadas. Aquellas banderitas brillantes y pegajosas, repletas de cadáveres alados, no daban cuenta de conseguir la reducción deseada. Yo empezaba a pensar que el símbolo banderil era un motivo de atracción e inducia todas las moscas de las casas vecinas a venir a la mía y aquí chupar de la miel tan arboladamente expuesta.
Las arañas me daban miedo y las moscas provocaban repugnancia. No había como evitarlas. De la noche para la maña las arañas invadían algún rincón de casa y allí exponían sus telas, que mostraban su belleza  al brillo de las primeras luces del sol. Fue en una de esas relucientes mañanas de primavera cuando yo observé por primera vez la virtud de gran cazadora que tiene la araña. Aparentemente estaba inmóvil en el centro de una gran tela. Indiferente delante de mi presencia, parecía invernar en un día que prometía crecer caliente. Dios nos hace y su creación se junta delate de la conveniencia útil de una cruzada. Yo me había armado con un trapo humedecido y me disponía a atrapar las moscas en pleno vuelo. Ya con el brazo extendido atrás de mi cabeza para dar mayor impulso a la catapulta, una chispa solar denuncia la existencia de una gran red interpuesta entre el atrapador y la mosca. Me pareció oír la voz divina de una diosa araña exclamando:
-Detén tu mano, humano, y únete a la saga de los artrópodos en su fiel cazada a las infieles moscas.
Detuve el tiempo en mis manos y observé extasiado como la mosca, volando, verde de argucia, venía en  mi dirección, resoluta para posar en mi cuerpo y chupar el jarabe rojo de mi sangre. Sus asas parecían trovar el embrujo de una copla:
-Haré esta noche perpetua, para que nunca te alejes de mí y para que nunca amanezca.
¡Plis! ¡plas!
El plis yo lo escuche por asociación del impacto de la mosca contra la red. El plas lo deduje del salto de la araña encima de la mosca, que se agarraba en la trama de la tela urdida con hilo de saliva. Muy breve la mosca se rendía a la araña, narcotizada por el hechizo de un artrópodo beso.
Todo esta obscuro, la luna expone su brillo claro y yo me siento roto y desmantelado. Tocan las campanas -  tocarán por algo, no por mí – pienso yo. Canta un sabiá triste y solitario, lo hace para florecer la luz dentro de la obscuridad y de sus cenizas frías extraer un sentimiento que me condena: Te perdí.  

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