viernes, 6 de agosto de 2010

NACIÓN O REGIÓN?

Pues Bueno, llamándome como quieran llamarme, yo seré siempre siendo yo, o eu, o mi, o cualquier otro pronombre que en la boca de quien quiera que se disponga a identificarme decline. Pero cuidado tengo yo en el al afirmar que siendo yo quien solo yo soy jamás seré Dios, pues recuerdo como tergiversaba a miudo el cura de mi infancia argumentando que aquel que es ser por definición también es Dios en su divina esencia.
Vamos entendernos para que no haya equívocos. Yo realmente soy un poquitín dios, desos dioses con letra minúscula que tanto abundan en nuestra amada tierra, o en el mar, o en el aire, todos comiendo polvo, todos bebiendo agua y todos a su aire como la ley celestial lo determina. Hasta aquí sin ninguna novedad en la crista que se encrespa por los campos de la disparatada animosidad. Después de los siete años de vacas gordas, ha de llegar el primer día en que no habrá polvo agua y aire para todas las vacas gordas del condado. Y este día es un día novedoso al que las vacas gordas querrán ponerle un punto. Y lo pondrán a su manera y en función de sus naturales deseos, que otra cosa no son sino aquellos de querer seguir comiendo, bebiendo y respirando a la sombra de un gran gallo en el huerto del señor.
Nadie desea ser señor en circunstancias de vacas magras. Los otros señores lo relevan con extrema facilidad; en algunos casos, con morosidad indecente, en otros, con velocidad tajante. En el vaivén de la desgracia siempre existe una figura que destaca: es la figura de un dios existencial a quien todos rinden vasallaje con la esperanza de que calme su furia y ordene a los otros lo que al Uno conviene que Él hace en el reino de los cielos y aquí pueda repetirlo como rey de las galaxias. Todo padre por naturaleza es un fornicador. La nación, también por naturaleza, es compuesta por hijos hermanados por la tecnología perdida de un único padre y reencontrada en el hueso duro de una costilla. El manto que los adorna, hecho con retales de sedosa lana de astracán o terciopelo, y mismo aquella capa que cubre los dientes de sable, tendrá en sus efectos la función de lija política en la que la aspereza se allana por el embrujo, modulado al viento entre cuerdas vocales y el símbolo de la tinta con que se pinta.
Una nación no nace, de seguir pensando como vulgarmente pensamos, al estallido de Dos dedos. Recordemos que, allá por el año del pasado infinito, el proceso patriarcal generador de la humanidad duró seis días, testimoniados por el patriarca de todos los padres después de haber observado que cada etapa había sido buena y serviría como garantía de calidad. Alguna cosa debió nacer equivocada para que la primera nación tardase tanto tiempo en producir radical mutación. La idea, ahornada durante cuarenta años en las tórridas arenas de un gran desierto, consumió toda la vida de su gran gestor.
Hacer naciones en un mundo tan concurrido y poblado como va el nuestro no parece ser un buen negocio, ni siquiera a fondo perdido y con todos los subsidios que se encuentren en los límites de una región geográfica.

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