viernes, 13 de agosto de 2010

NIÑO CON SUERTE

No es la primera vez que las fiestas patronales me sumergen en una extra mezcla de sentimientos, algunos, muy nobles, otros, egoístas. Quiero librarme de unos y otros, y no consigo.
En la infancia y juventud de mi vida siempre he vivido íntima y conscientemente en todos los rincones del pueblo, en sus lares, por las corredoiras y leiras, por los montes y sus riberas. He circulado con libertad por todos los recintos de la casa consistorial cuando ella ocupaba una estrecha casa con fondos al mar y el alcalde se llamaba Villaverde. El cuartel de la Guardia Civil era para mi un lugar seguro y protegido por un guardia armado en el portal, con pistola y fusil, cuando en un infantil juego de esconde-esconde me ocultaba de amigas y amigos, todos y todas imposibilitados de entrar en el recinto por un inducido temor al cuerpo verde oliva de los guardianes de la patria. La iglesia, en que me he sorprendido un día de la tierna infancia llorando convulsivamente en el colo de mi madre, cuando el trueno discursivo de un cura proclamaba el fin del mundo, no tenia banquillo, pulpito ni confesionario en que no hubiese posado mis huellas dactilares, certificando para la ciencia humana el registro de mi presencia. El cura, don José, me protegía como si yo fuera el hijo que nunca tuvo. La casa parroquial fue para mi lugar de juegos y fuente de lecturas por sus tres docenas de libros archivados en un mueble protegido a siete llaves; una era la mía y por ella conocí don Jorge Manrique. La escuela pública, administrada por nuevo maestro y su familia, despertaba la codicia de un día poseerla para, siendo su dueño, aprovechar la riqueza de un manantial de agua pura en su fondo obscuro y evitar que mi madre saliese en las inclemencias del tiempo para recoger agua en la fuente de la plaza del sol. Del colegio Fernando Blanco ¿qué puedo decir? El único punto obscuro que impidió mi entrada durante 37 años fue su emblemático campanario; lo conocí, conducido por la voz del rector,  cansado y oxidado esperando dinero para que la vieja máquina alemana volviera a tocar  las horas determinantes en la vida de los villanos. Los arboles de sus jardines crecieron al ritmo de mi crecimiento, algunos fueron palcos de ingenuas gatadas, otros fueron testimonio de reyerta entre colegiales, que tenían por inductor la inteligencia bélica de mi amigo Basilio, futuro enfermero de Londres. La casa del camino real la recuerdo como era cuando fue la única casa del lugar por las cercanías de Toba. La volví a ver una mañana de dulce invierno, 56 años después, para recordar por sus ruinas el antiguo esplendor. El escaparate de la casa Merens exponía ostentosamente los objetos de nuestros deseos y, desde la plaza España, yo y mi amigo Ferrin, corríamos alocados, volando por los peldaños de una estrecha calle, para ver quien allí primero llegaba y se declararse propietario particular de todo cuanto allí se hallaba. El placer de la conquista daba júbilo y repetíamos la hazaña todos los días, con alternancia en la pose del poder imaginario en consecuencia de algún truquillo-sorpresa practicado en el inicio de la corrida.
Era yo, sin duda, un niño con suerte.



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