jueves, 10 de septiembre de 2009

DESCAMINOS DEL SENTIDO

Descaminos del sentido

En un determinado punto es posible que se concentre un determinado sentido. Pero sobre ese mismo punto, suponiéndolo plácidamente adormecido sobre un confortable plano, pasa una infinidad de rectas, cada una con su propia dirección y duplo sentido. Luego, es posible afirmar que sobre la blanca nieve de un punto reluciente brilla una infinidad de pensamientos, todos ellos con amplio y doble sentido.

Si sobre un determinado punto pasa una infinidad de planos, todos ellos indispensables a la conformación del espacio que nos rodea, es lícito afirmar la gran monumentalidad del sentido infinito elevándolo a la infinita potencia.

Todo esto para escribir que todos nosotros menos yo estamos absolutamente ciertos. ¿Y por qué yo no me incluyo en la brillantez del punto finito? Justamente por la razón que atraviesa el camino de mi mortal existencia y modifica el pensamiento a todo instante en que el instinto pasional se pone de manifiesto y foca, a su modo, la borrosa lente que establece jurisprudencia para acción imprudente.

Los caminos son muchos. Uno solo no lleva a cualquier lugar. Dos caminos nos hacen creer que tenemos libertad para escoger cualquier de ellos. Tres caminos son demás, nos confunden con dudas sobre cual de los tres será el mejor. Cuatro caminos definen la gran encrucijada en que puede meterse la vida. Para cinco o más caminos, mi memoria borra los registros y, al esfuerzo de querer saber quien soy, de donde vengo y para donde voy, me aborrece insinuando el calvario de un joven crucificado en la cruz.

Ese joven podría ser yo, podría ser cualquier uno de mis hijos, podría ser el infante nieto. Felizmente, en este momento, yo puedo hablar en modo de pospretérito, pero mil razones indican que en un futuro no muy lejano podrá suceder con cualquier uno de nosotros. De hecho, el monumental desempleo ocurrido en mi segunda patria, durante los años ochenta, sirvieron para engendrar mucho empleo en Europa y muy especialmente en España. Fue empleo que yo he pagado con mi propio desempleo, aun a sabiendas que mis competidores europeos poco tenían para enseñarme y mucho de mí aprendieron por el sutil camino de trasferencia de experiencia, mi personal experiencia. Nada pude hacer entonces, porque el copretérito, en condición de extranjero en una empresa extranjera, no me pertenecía y, al mínimo reclamo, me decían: si no le gusta el estado presente del imperfecto pasado, ¡valla-se!

Y así yo fui. Fui para caer en el brazo popular del desamor reinante en la joven España, vibrante bajo el látigo del guante invisible y el prestigioso veneno del Prestige, aunada, en la capital Santiago, por voces pillescas de Nunca Mais y Siempre Más.

Sentí en la carne el rugar de la piel de gallina al estremecer la estructura que nos llevaría al cambio de conducta. La mudanza fue veloz y llegó implacable bajo el lema de arriésguese ahora o muera en tres meses. Corrí el riesgo de vivir al coste de una separación dolorosa y definitiva, alejado del sabor dulce de las aguas saladas de mi ría, libre del sabor político partidario, bogando al empujo de los descaminos del sentido.

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