jueves, 5 de enero de 2012

ADULTO OBSCENO



En marzo de 1961, cuando todavía yo no había 21 años, pero con una profunda experiencia de vida dedicada a la labor diaria de ayudar mis padres en los gastos de mi sustentación, salí de puntitas del pueblo, por el camino de la avenida Finisterre, a una interrogante emigración. No fue merito exclusivo mío, ni mucho menos defecto de genética en transmutación, una onda gigante arrancaba de los penedos de la costa mortal los percebes de la siembra hecha a toque de sirena de una paz transitoria. Éramos los niños de la ilusión futura de un franco dictador. El mundo era nuestro destino, fue mi destino, como antes lo había sido para muchos de mis amigos y amigas de quinta semejante (María Jesús, Antonio, José, Juan Manuel, Juan José, Guillermo, Héctor, Jaime, Carlos, Jorge, Fernando, Leonardo, Juan Francisco, Agustín, Enrique y muchos otros que la memoria falla en recordarlos), todos perfectamente alfabetizados y con conocimientos formales que nos habilitaban al ejerció de cualquier trabajo que tuviera oferta disponible en cualquier lugar del mundo. El saldo de esta memoria, al final de un largo periodo productivo, muestra un equilibrio sostenible. Algunos detienen los ahorros obtenidos por el merito de trabajar arduamente en la construcción, otros, en el campo de la medicina, en la industria automovilística,  en la imprenta pública,  en la marina mercante, en la educación universitaria, en fin, todos dedicados al arte humano de poder vivir la vida con decencia y la honra de una moral de la que todos nos sentimos satisfechos de poder transmitirla a nuestros hijos y nietos.

Buscábamos fuera de la costa las oportunidades que aquí pulsaban latentes y,  con la tenacidad de acero, indispensable a la vida dura de un emigrante, por aquí podíamos transformarnos en floreciente ferralla y así lucir la política de los difíciles años de la edad de ferro.

Con inusual tesón y muchísimas horas de trabajo nos fuimos constituyendo en un imperio capaz de facturar, presumo, casi dos mil euros per cápita al mes. Escandalosa fortuna si comparada con los más de 33 millones e euros mensuales facturados por el rey de Hierros Añon. Y mucho más escandaloso si observamos que en el haber de esta multitud de paisanos amigos de la costa mortal existe un depósito de contribución social que ya excede en 30 años todo esfuerzo productivo sacado del cultivo de una buena laracha, excelente cavaqueira o buena conversa del señor a quien el amigo conde atribuye cualidades de excelente trilero y que  ha confesado que, en un sector poco doado, menos del uno por ciento consigue haber alguna suerte.  Pero habela haina, y la suerte se haya presente en cualquier juego de lotería y no podría haberla menos en el arte trilero.

La lectura del hoy universarista conde despierta en mi un ligero complejo de viejo obsceno, al recordar como yo y mi amigo Antonio ganamos dinero  (más o menos diez duros) arrancados del astuto mejuto, cuando en una fiesta  (¿1954?) en la aldea de Pereiriña quería tirar de nosotros, sus vecinos,  los únicos cinco duros destinados a durar todo el verano. Sabíamos donde estaba la bolita porque el trilero astuto la descubría para arrebatarlos en doblo en la jugada que yo y Antonio no quisimos realizar.

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