miércoles, 11 de enero de 2012

¡MAMÁ, MAMÁ, MAMÁ!


Yo primero lo siento y después me pongo a pensar, estimado amigo conde. El fantasma del alzhaimer me sigue o persigue desde que supe, por mi hermana, que mi madre vivía su último año de vida acosada por el mal del olvido. Desde entonces, vivo concentrado, no sin cierto alarme, en los desquicios que esta mi vieja memoria pueda causar.

Quería asegurarle que mi memoria ha sido formada por lo vivido y no por el relevo de lo que me han transmitido, pero al pensar ese sentimiento veo que estaría mintiendo, y yo jamás miento, aunque la razón me convenza de que ninguna verdad pura jamás yo haya dicho.

Observo el rio de mi vida fluyendo suavemente, oigo el susurro de las hojas movidas por el viento, oigo los pájaros, oigo las ramas de arboles, veo un carro de vacas chirriando su  eje al subir al monte. El barro cede a mi paso por la ribera del río. Reina el silencio… la paz. Y, de pronto… algo cambia en mi interior. Es como decir ¡Oh, sí, me he olvidado!

Pero no, lo recuerdo todo para al momento olvidarme de todo que he recordado. Cunde en mi los alarmes pero no el pánico. Respiro fondo para inspirar aliento que de respuesta a lo que me está pasando. Y el alma responde en silencio:

- Hijo mío, lo que te pasa es lo que ya pasó. Anda, haz un esfuerzo para recordarlo.

Y yo recuerdo, por la distancia en que todo se olvida, aquel momento que me puse a andar por mis propios pies.  Era noche en la calle Magdalena. La obscuridad del cuarto en que yo dormía era iluminada por una tenue luz amarilla. Desperté  y vi que a mi lado no había nadie para mimarme. Era yo solo en un espacio habitado por cuatro. No recuerdo si bajé o caí de la cama. Me recuerdo andando de gatas hacia un sillón de mimbre gitano posado al lado de la ventana. Con mucho esfuerzo subí a su descanso y, erizado por los pies, mi cabeza niveló la marquesina para ver lo que la cortina ocultaba al otro lado.

Mis retinas grabaron la flamante bandera de España. Brillaba en su seda el rojo oro por el reflejo de una luz amarilla que había en el crucero de la plaza Cotón, diáfana hoy en mi memoria como el cielo azul de la ribera en días de primavera. Pero me vi solo en el reflejo de la imagen que la vida espejaba en el cristal de la ventana. Nadie en la calle, nadie en el cuartel, solo Cristo en el crucero y una música celestial que me alcanzaba en forma de eco.

En la soledad de un instante de los dieciocho meses vividos quise imitar el eco que subía de la plaza de España a la calle de arriba. Era el día de la Junquera.  Y yo grité, con toda potencia de mi pecho infantil, el nombre que yo sabía que era de mi madre: ¡Mamá, Mamá, Mamá!

Y seguiré por este mundo siempre cantando el nombre de mi madre, hasta que el reflujo de tanta lágrima amena me ahogue en los recuerdos de mi dulce pasado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario