Él vino y yo lo comí. Ay, loco de mí! No
vi el vino y el divino se escapó por el rape entre pelos durante una escaramuza de un pejesapo y dos peces
litúrgicos.
Ya nada es como antiguamente, cuando los
pescadores primitivos tronaban su voz a los dioses para obtener la excelencia
de una buena pesca. San Ictícola de la Mar yace olvidado en algún plus ultra
del continente ibero. Somos pobres, pobres somos. Pero no lo somos por ausencia
de la presencia de espíritu en nuestra pobreza. En nuestras leyendas místicas
tenemos santos que matan moros, vírgenes que derraman lágrimas sin haber
perdido la virginidad, relicario para guardar el vino y calice para llevar el
vino al divino rape de la culinaria del conde. Es la magia festera de letras
que abarcan palabras que se mueven hacia la pureza de nuestra razón.
La sed y
fuego se apagan con agua y la borrachera se mitiga con leche.
Y en estas bien trazadas líneas no
importa si la leche es de cabra o lo es de su homólogo aumentativo. Es
suficiente que uno no tenga mala leche para poder entenderlo.
Él da bacalao con cebolla caramelizada al
pescador y él come el pescador.
Sería esto una práctica esdrújula de un canibalismo moderno? Exquisito es el
rape que impone respecto con un único pelo: no es escamoso ni tiene
predisposición a las escaramuzas; tiene aletas pectorales muy grandes para, en
un do de pecho, poder reventar la” Granada, tierra soñada ”; su cuerpo
fusiforme la encabeza una boca grandísima, por la que entra lo que al teleósteo
apetezca; obscuro por la espalda, hace brillar su blancura por el vientre. Es
la rabada que aplaca el gusanillo de la gula, pecado de algún rio de
Pontevedra, algo exquisito y diferente de la rabada hecha con rabo de cochino.
El asunto va inspirado en un navio
portugués, contado al destilo mudo de un felino foderico. Perdón, quise decir
Federico Fellini. Un ligero problema provocado por el desorden de los factores
que componen el cuento.
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