Después de haber comido ayer el sapopez a la moda de rabada pontepedrina, y
recordar hoy el tatuaje pectoral del amoroso y apuesto Jaime, tocamos la
flauta del diario nihilista.
En una especie de puente sobre
turbulentas aguas, entramos, de pie y
descalzos, en un mundo lúgubre, habitado por dioses divinos. Lo sabemos, son hermanos que, con idéntica frivolidad, ríen y
lloran, lloran y ríen delante del
infortunio que mata el angustiado inmortal. Vistos los hunos y los otros por
opuesto lado, el foco localiza a
nosotros inmersos en ese vasto mundo de desastrados locos.
Alocadamente y sin
la mínima razón de valor, rabeamos la pluma para exponer las penas en profundos
riscos, lo hacemos con la pretensión leve de que se tornen indelebles en el
tiempo. La vida pasa rauda, frenética, se
esfuma como la espuma que no deja huella y el fierrogrifo seca, se apaga y
desaparece dejando muertas las causas que la produjeran.
Da vértigo y estremece
saber que Dios nos haya dejado dos opciones: vivir rodeado de demonios o morir
para adorarlo en la eternidad etérea del cielo, inestable y caprichoso como lo
muestra la condura de los escritos adorados. Quiero decir, sin que esto
constituya confesión, que la idea de dios está contenida en las oraciones que
lo definen: ser perfecto, principio y fin de todo que existe, ser
omniausente cuando su presencia es
requerida; omnipresente en la vida de quien de él se aprovecha; creador de todo
malo que en la Tierra se asienta y de una colección de bondades que a muchos
agradan, y de otras tantas bondades que a otros tantos tanto amenaza y a muchos enfurece.
Para obviar otras razones, ofrezco cara y
ojos a mis recuerdos y lloro el pasado para aliviar la secura en el valle de
las tensiones y desantenciones de los divinos que nos gobiernan. Cuando la
fuerza escapa, como lo hacían las angulas que yo pretendía segurar con mis
manos, y el último suspiro se aproxima, mi alma se anima con el encuentro
diario entre los amigos de la pluma feroz, a quienes ofrezco el sentimiento que sale de la canción de Charles Aznavour.
Ya
están aquí, llegaron ya a la llamada del amor, está
muriendo la mamá. Todos al fin, llegaron ya de todas
partes del país, desde el mayor hasta el menor, todos en
torno a la mamá. Y hasta los niños, al jugar en un extremo del
salón, se esfuerzan para no gritar. Es una última atención
a la mamá.
Todos se turnan en cuidarla, en atenderla y abrazarla, está muriendo la mamá. Santa María, madre de Dios, Nuestra Señora del Dolor, todos te rezan con fervor, y entonan el Ave María, Ave María. Tanto recuerdo y tanto amor alrededor de de la mamá. Tanto suspiro, tanto dolor alrededor de la mamá
Vuelve a formarse la reunión, y así, por la postrera vez, está muriendo la mamá. Y como un rito en la ocasión, se pasan una y otra vez el jarro con sabor a pez, que beben con moderación, es claro que no hay pena, no hay tristeza, hay una gran resignación. Y mientras un hermano reza, el otro canta una canción a la mamá.
Todos se turnan en cuidarla, en atenderla y abrazarla, está muriendo la mamá. Santa María, madre de Dios, Nuestra Señora del Dolor, todos te rezan con fervor, y entonan el Ave María, Ave María. Tanto recuerdo y tanto amor alrededor de de la mamá. Tanto suspiro, tanto dolor alrededor de la mamá
Vuelve a formarse la reunión, y así, por la postrera vez, está muriendo la mamá. Y como un rito en la ocasión, se pasan una y otra vez el jarro con sabor a pez, que beben con moderación, es claro que no hay pena, no hay tristeza, hay una gran resignación. Y mientras un hermano reza, el otro canta una canción a la mamá.
Y las mujeres se
han reunido en torno a la hermana mayor, está muriendo la mamá.
Un cirio medio consumido ante la imagen del Señor, con un rosario
renegrido repitan todos la oración, Ave María. Tanto
recuerdo y tanto amor alrededor de la mamá. Tanto suspiro,
tanto dolor alrededor de la mamá, que jamás, jamás, jamás, jamás nos dejará!
No hay comentarios:
Publicar un comentario