jueves, 15 de abril de 2010

SANIDAD PRIVADA

Futuro imperfecto para u pasado feliz. 
Morriñoso, por el mismo
Desde los cero años hasta el año en que se aproximaba la libertad jurídica y yo adquiría responsabilidad de pleno derecho, fui examinado una única vez por médico (don Augusto) a cuenta exclusiva del Estado. Él, de un lado, yo, del otro y una tremenda máquina de rayos X, por el medio.  Por diagnostico me soltó dos noticias, una mala –decía- y otra buena. La mala era consecuencia de un corazón enorme, dilatado, el más grande que había pasado por su consultorio. La buena noticia equilibraba la mala en la misma proporción: yo tenía pecho de toro cubierto con músculos de acero, enorme en su dimensionamiento pero adecuado al tamaño del motor que regaba con orujo de buena savia todos los órganos que se articulaban para el buen desempeño de mi estado físico y emocional.
Cuando en el espacio de seis meses repetí el otoño, ya en plena y absoluta libertad (fuera por emancipación otorgada o fuera por independencia adquirida), por cuenta del Estado de una nación tropical me desnudaban para buscar si llevaba escondido alguna enfermedad, de aquellas crueles y avarientas que  acompañaban el emigrante de cualquier lugar. No habiendo señal de nada oculto, el oficial galeno me certificaba apto para un puesto de trabajo.
Trabajando la vida entera fui sometido a exámenes regulares para evaluación de mi salud. Habiendo constituido familia, la empresa me distinguía con un plano de asistencia sanitaria diferente de la generalidad. A no ser por gastos puntuales en medicamentos comprados en farmacias, pasé por toda mi vida laboral sin preocupación alguna por gastos con la sanidad. Del fruto de mi trabajo extraía los beneficios que daban cobertura a la educación de mis hijos, una sana y buena alimentación diaria y algún que otro exceso de placer familiar por viajes en merecidas vacaciones. En circunstancias habidas por necesidad de curar una indisposición ligera, una gripe pasajera o un curativo por cualquier incidente en transcurso del viaje, la sanidad pública se mostraba tan eficiente y eficaz como la sanidad privada. 
Pero un día llegó lo que estaba escrito que había de llegar. Jubilación intempestiva por éxito de haber alcanzado la mayor edad. Como premio, una pensión que, sin apoyo del derecho constitucional del país tropical, ya  robaron la mitad. De todos los tributos que me han cobrado, todos justificados en beneficio de un estado social, ninguno esta disponible para atender necesidades que eran previsibles por vicisitudes que alcanza a quien no más puede trabajar. Pago luz, pago agua, pago impuesto para vivir en la casa que compré con mi trabajo, vivo en una calle  que se urbanizó con contribución equitativa de la parte que me tocaba. Hace quince años que el estado social pasa por un proceso que busca la privatización total. Para viajar, antes pagaba el combustible y un impuesto para construcción de nuevas carreteras y conservación de las antiguas. Ahora, viejo y cansado, pago lo mismo impuesto y más un peaje a una compañía particular.
¡No viajo más! Todo el dinero que podía gastar se va para un seguro particular que por corrección de gastos (que yo no gasto) aumenta muchísimo más que la corrección de mi pensión a efectos de la inflación.
Consecuencia final de una ilusión de estar seguro a la administración privada de sanidad es que, cuando uno la necesite, se desvanece, porque no hay previsión que consiga en la ancianidad sustentar la gula de lo nuevo, la angustia de lo viejo, la voracidad de lo privado y la corrosión de lo social.

No hay comentarios:

Publicar un comentario