miércoles, 12 de octubre de 2011

AGUJERO NEGRO


Corría el año de 1980. Philip Smith, director de la división de Ingeniería de la mayor industria automovilística al sur del trópico de cáncer, estaba con un particular problema para resolver. Yo, en mi condición de responsable por el sector de cualidad, le había informado  de un gravísimo problema habido en el suporte de las ruedas delanteras, en el  prototipo de un coche que prometía dar continuidad a la exitosa casca rubia, idealizada por Hitler como coche popular de todos los alemanes.

Giuseppe era encargado de la oficina de producción experimental de prototipos. Claudio Menta era gerente-jefe del departamento de proyectos de carrocerías. Había un gerente de estilo,  de nacionalidad checa; un gerente de motores, chileno; un gerente de instalaciones eléctricas, brasileño; un gerente de chasis, argentino; algunos jefes especialistas de unidades subordinados a gerentes de área y algunos asesores técnicos encargados de relatar problemas específicos y sugerir la correspondiente solución. A todo, si la memoria no me falla, debíamos ser 18 personas sentados cómodamente a lo largo de una mesa en la sala de reuniones anexa a la ofician del director.

El problema en cuestión, no hubiese sido identificado previamente por mi equipo, sería fatal y desastrosamente descubierto por el público consumidor, con consecuencias dramáticas para la empresa. El suporte de las ruedas delanteras se rajaba después de ser sometido el coche a un ensayo forzado en pista de carrera. A partir de 3 mil kilómetros aparecían las primeras fisuras, y ellas aumentaban peligrosamente en la medida que los motoristas de pruebas insistían en continuar rodando sin hacer mucho caso a esta anormalidad, entendiendo que sería apenas una condición de prototipo y que no se repetiría en la producción seriada.

Ocurre que con experiencia de más de cinco años en el control de calidad, otros más de cinco como proyectista de componentes de automóviles y cinco como coordinador entre todas las divisiones técnicas y productivas de una fábrica con 50 mil empleados, yo entendía que un prototipo de automóvil, en una etapa que antecede la construcción de sus componente y producción en escala para venta al público, debía corresponder, por concepto, a todo bueno o malo que se reproduciría en las diferentes unidades de producción. Mi relato del problema fue firme y conclusivo: si nada se hiciese para resolver el problema desde el proyecto, la empresa se vería obligada a resolverlo después que algunos accidentes mortales tuviesen como causa la ruptura de un soporte de las ruedas delanteras.

El problema de un defecto con origen en el proyecto había sido narrado por mí al director, pero todos o casi todos sabían que existía, porque motoristas temerosos ya lo habían relatado a sus respectivos jefes durante las pruebas de resistencia, y para disminuir el riesgo de accidente a cada dos mil kilómetros depositaban un cordón de soda eléctrica para cubrir toda la fisura. Solucionaban puntualmente un problema que no debería ocurrir y fatalmente volvería a ocurrir puesto que el origen del grave problema estaba en la raíz del proyecto y no en la construcción del coche.

El primer abordaje del director fue querer conocer la responsabilidad de quien se había omitido delante de tan grave defecto. Yo estaba sentado a su izquierda y me miró inquisidor, como si esperase que yo le diese el nombre, como hizo Judas a los romanos. Inquieto por su mirada electrizante, doblé mi cabeza a la izquierda y, como si fuera un derrumbe de piezas de dominó, todos fueron girando la cabeza, como si quisiesen librarse de la culpa del que el de su derecha parecía atribuirle. Al último, por capricho del instinto, no le quedó alternativa sino mirar para la cara del director, a su izquierda. Un silencio intranquilo y jocoso dominó el ambiente por breves segundos. El director, en señal de pura humildad, bajó la cabeza y sus ojos descansaron sobre sus manos cruzadas, que se apoyaban en la mesa a semejanza de un humilde pastor que ruega a Dios por el perdón de sus pecados. Después de un tiempo, Smith levantó la cabeza y sus ojos sin dirigirse a nadie parecía mirar a todos; sus labios articularon con cierta ternura la siguiente sentencia: “Lo sé, yo soy el culpado”. A la semana siguiente, después de proponer solución dando flexibilidad al suporte, en vez de aumentar su rigidez, promovía una amplia y radical reforma administrativa. El coche en cuestión fue un suceso de mercado y ninguna falla técnica ha sido detectada por millones de consumidores.


Este cuento viene a cuento por lo que se cuenta de Jorge Dorribo: una gran falla en el proyecto democrático, a vista de todo el mundo y encubierto por los que tenían responsabilidad para corregir el camino y restaurar la confianza en todos los suportes.

Veo una gran diferencia entre los dos ejemplos. En el segundo caso las autoridades directoras se miran entre si, y todas se hacen el bobo deseando que ningún parvo aparezca y relate la gravedad de un colosal problema. Pero habiendo molestia de tamaño orden, un día el problema acaba emergiendo y la nación sumerge en agujero negro,  ahogada por tanto chorro a fondo perdido.

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