¡No, no, no! No, mi amable Conde, hoy no es día para hablar de la marabunta que roe la naturaleza humana. Hoy es un día consagrado al año que nos deja, al último aliento de la vida que irá abandonarlo a las exactas 24 horas de la noche vieja. Tengamos compasión del 2010. El pobrecito fue tan bueno… Si usted no lo cree, pregúnteselo a los señores Feijoo y Varela.
Hablaba usted de los derechos que había debajo del palio consagrado por esos pocos miles de años en que fuimos acostumbrados a obedecerlos por el simple deber de pagar a otro lo que el otro, en determinado momento, ha pensado que valía y resolvió poner su pensamiento en la superficie de un papel, a la que llamó ley. Reflectemos el lado positivo de la cuestión. Si yo pierdo algunas horas del día inducido por la tentación de encontrar algo agradable en lo que usted escribe, debo concluir que he realizado un trabajo (llamémosle labor intelectual) por cuyo gasto debo hacer justa reparación… ¡que sé yo!: un vaso de agua, una ciruela, una manzana. Algo que sabemos no va directo de la fuente a la boca ni del árbol al estómago. Exige esfuerzo conseguirlo. Si no fuera el derecho natural que hemos heredado desde Adam y Eva (nuestros sacrificados padres), esos derechos hubieran caducado. Pero la verdad también la llevamos impresa en la piel desde aquel fatídico día en que el arquitecto de la humanidad resolvió tirar provecho de su invento, poniendo confusión sobre la paternidad de los descendientes de Adam. No es de extrañar, pues sabemos que la reproducción animal puede llevarse a cabo por varios métodos. Y conforme el método de la transposición a la cuna, los deberes son unos y los derechos son otros y, por tanto, al Cesar lo que es del cesar, a dios lo que es de dios y si alguna cosa sobra, aprovéchela quien pueda.
Veamos ahora por otro lado. El trabajo produce satisfacción y la satisfacción es el principal premio de quien cualquiera cosa produce con el esfuerzo de su trabajo. Y no sólo la satisfacción, como también los beneficios tirados del esfuerzo habido. Por eso es fácil entender la irritación del fisco cuando el tributado reclama que de la satisfacción de su trabajo no retira suficiente alegría para alegrar los gestores de la masa heredada. Si alguien quiere llorar por el deber de no poder pagar, reunamos el congreso para hacer una ley: tribútese, en la misma proporción que la satisfacción del trabajo produce, la pena que da no tener dinero para pagar.
En este infausto día en que el año muere no hagamos del velorio la gran arca de Noé. Esperemos los señales del nuevo año para ver como sigue esa tal de moralidad, pues aunque el testamento no lo exija, moral tendrán los que consigan recibir de quien no puede pagar. Ough!