miércoles, 8 de julio de 2009

MI QUIÑON

Señor, hoy, a vista de un precioso artículo sobre la financiación gallega, embruja mi alma un extraño sentimiento cuyo nombre prefiero ignorar. Ya en 1999, antes de mi fastidioso regreso a la patria de Rosalía, Madrid ofrecía a cada gallego cerca de 3 mil euros, valor monetario regido por Zeus en el Olimpo, Bin Laden en Afganistán, Busch en el Capitolio, Aznar en la Moncloa y mi querido y amado viejo Fraga en San Caetano.

Creo entender el gran esfuerzo realizado por las autoridades de entonces para que desde el exterior regresasen, en caravanas de retornados, los gallegos emigrados. En el caso que a mi concierne, las dichas autoridades no necesitaron perder un gramo de sudor en la conquista de vocaciones que, como la mía, eran firmes y resolutas en el deseo de regresar a Galicia.

Algunos cebos puestos para ilusionar mi repatriación ya mostraban el interés mezquino de la capitalidad mal intencionada con la menguante economía del gallego errante. Uno de los cebos era la propia constitución de un utópico país llamado España. Por esta magna carta, todo español (sí, español y no gallego – en aquel momento yo no entendía la diferencia) era albergue de un derecho al trabajo, de un derecho a un hogar y un deber de recta moral por contribución al ejercicio de los derechos otorgados por la pluma del legislador. Así, pues, entendí que seria mi contribución pagar el Ave ión de Iberia, en contrapartida de su gran esfuerzo en conducirme sano y salvo a mi gloriosa patria. El Gobierno, a través de su consulado paulino, intermediaba financiación de 70 % del coste aéreo São Paulo-Madrid. Fue un justo precio a pagar por el regreso a España: 700 dólares, ya incluido los 70% de subvención. Un precio irrisorio si comparado con los menos de 500 dólares que una compañía portuguesa (TAP) me cobró para devolverme al Brasil, a mí y a mi brasileña esposa.

En Madrid, las autoridades, muy atentas en dar satisfacción a mis necesidades de español retornado, me encaminaron a las autoridades gallegas, para que ellas procediesen a los trámites de reconocimiento de mi condición de gallego en conformidad con el estatuto que regía mi autonomía personal y privada. En clima de extrema petulancia, arrogancia lingüística, desprecio a las diferencias entre culturas internacionales, en atmósfera de olores pútridos, juego de zancadillas y políticas traicioneras, con mucho rigor me ofrecieron limosna de 70 % de un sueldo mínimamente mínimo e insuficiente para cubrir el coste de un derecho a dormir bajo un techo al pie de una aldea de mi añorado pueblo.

Señor, cuando sus asesores economistas hacen las cuentas sobre el total que el gallego per cápita deberá recibir de Madrid, estoy cierto de que, si son competentes, incluyen en los listones de censados a mis hijos y también a este su gran admirador. Admirador y cadáver insepulto, de gotosas rodillas que lo impiden de caminar por el charco atlántico y conducir de la mano mi celestial voto. Voto de un genio genial para gloria de Galicia y, ahora también, de Castilla y León.

Señor, no me considere usted un fanático de los derechos democráticos, pues diferentemente de mi amigo y conde Alfredo, soy fanáticamente antifanático, y por ello cubro mi rostro con el antifaz de un pseudónimo patrio, atrio del riego que conduce por su lengua el sable que desea combatir los torquemada de la moderna inquisición, y hago por hecho que vuestra señoría ponga a débito de mi cuenta social los 3 mil euros anuales, que usted recibe de Madrid, como parte de mi quiñón, a título de mi calidad de niño que nunca ha recibido un tostón de España y, ahora, por cuenta del viejo que vive disperso en la emigración..

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