lunes, 2 de noviembre de 2009

POLICHINELA

POLICHINELA

En mis tiempos de niño había pocas autoridades bien preparadas al manejo de la justicia. Eran ellas el teniente de la guardia civil, el alcalde del pueblo y el párroco del lugar. Los tres constituían la base de los tres poderes y con sus prerrogativas extendían justicia a diestro y siniestro. Por detrás de ellos había un poderoso marketing vehiculado por las ondas de la radio nacional de España y radio Coruña, que daban garantía a los españoles de que el crimen no compensaba. De aquella no había muchos crímenes para darnos noticia. Una reyerta en Dumbria por razones de litigio entre vecinos, una colosal marcha de los protectores de la frontera entre Cee y Corcubión, acusando el inocente Piquero de haber borrado con tinta la marca de Corcubión y transferirla para el camino que entra en la comarca judicial por el monte del son (monte que recibía este nombre por el eco que en aquella época se producía como respuesta a cualquier ruido). Algo más triste en mi memoria fue la prisión de un vecino y la desgracia de toda su familia al ser acusado de haber robado la corona de una imagen en la capilla de Bujantes, decían que había sido denunciado a la guardia civil por un chatarrero de Corcubión. El caso Foucellas ya había pasado al olvido de las consecuencias de la guerra. Un aberrante caso de muerte de un joven por indigestión, desmayo y abandono, después de haber practicado relaciones carnales con una joven del lugar, atormentaba con incógnitas indescifrables mis relaciones con los tres poderes – dígase a todos los efectos muy próxima a sus tres autoridades.

El caso de Castro de Rei me incomoda por las características propias del caso. También me incomodó en su día el caso de un alcalde acusado de haber falsificado documentos y haber recibido de la falsificación beneficios de unos pocos euros, tan pocos que es de pensar que el esfuerzo divino de la autoridad ontológica parroquial fue patrocinada por la fe y el deber de la justicia celestial.

Castro de Rei es poco más que una espaciosa aldea en la comarca lucense de Terra Chá. Su alcalde es un joven – me imagino- de la quinta de nuestro juez de Corcubión. Como él, también es una autoridad de aquellas que todavía pueblan mi imaginario. Pero, a diferencia de aquel, no cursó ningún estudio específico que le dé dominio en el arte de la administración local ni mucho menos en el laberinto tortuoso de los códigos civiles y penales. Su única ciencia está en el poder comunicativo que hizo que sus paisanos lo eligieran por el contenido amorfo de un cesto, en una práctica poco democrática de adquisición por compra casada, alias estilo comercial proscrito en los anales del derecho comercial en países dichos democráticos.

Por orden judicial se ha prendido un alcalde y tres ediles. Se ha prendido la autoridad máxima civil de un pueblo. También han prendido tres magistrados que en el orden romano tenían la incumbencia de cuidar de las casas y cosas de Roma. Han sido presos y a seguir liberados por orden de la jueza titular del Juzgado de Instrucción n. 3 de Lugo.

La prisión y consecuente libertad no es lo que me impresiona, porque si borrascosa fue la detención, insidiosa sería la permanencia ad infinito de los imputados en un proceso cuya tesis no solo se prueba como, en la afirmación de los imputados, ni siquiera se declara.

Estamos delante de un caso de gravedad divertida. Amnistía prevaricatoria de la corrupción por encubrimiento de delito contra la administración pública o demencia de los actores de una comedia polichinela al buen estilo de la farsa napolitana.

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