Vivimos tiempos difíciles y a ellos hemos sido encauzados paulatinamente por la mano de la partitocracia, esa que ahora duda en el tema de componérselas entre los planes de la debocracia y el temor de la devorocracia.
Los más sabios saben que estas cosas de palacio siempre andan despacio y tienen claro en su ideario que la solución llegará a largo plazo. Los más humildes, aquellos que su visión no alcanza el alejado horizonte, sabemos que en el más allá de lo posible estaremos todos muertos. Todos, sin excepción de los que hoy se creen privilegiados por los beneficios de la señora fortuna.
Aprovechando el caluroso inicio de verano, me fui de paseo a la tierra de Aquiles, aquel que se lió en una magnífica iliada, transformada después en odisea desde la barriga de un gigante caballo abandonado a las puertas de Troya, y, más tarde, en tragedia por culpa de un minúsculo dardo clavado en su calcañar.
No existe deuda sin que exista su correspondiente partida crediticia. No existe deuda si no vive el deudor. De la misma manera o de manera parecida, que no es igual, existe el prestamista que ha perdido poder de emprestar papel, y lo ha perdido por el simple hecho de haber establecido un contrato societario con el deudor, quien, en teoría, posee en sus manos toda la fuerza y poder que el dinero le otorga.
Armado por tan exuberante conocimiento y asesorado por el simpático loro, que a todo momento recitaba su extraña ladaiña ‘Santa Bárbara vendita, santa Barbarqa vendita,…” me fui a la plaza de Sintagma, cerca del parlamento griego. Estaba yo allí para, combinando lo útil con lo agradable, establecer profundas relaciones con mi amigo Onasis. Sería relaciones marcadas por el deber y la profunda creencia de que yo le correspondería en el futuro, devolviéndole el fruto de nuestra feliz sociedad.
El lugar era ideal para un buen negocio, el tiempo mostraba el brillo diáfano de un color celestial. Onasis, en su condición de gestor de las cosas de Zeus, vestía sus brazos con asas fulgurantes de oro. De mi parte, el loro con sus penas verdes pintadas con los colores de una costa explosiva, me ofrecía la seguridad de ser eficazmente asesorado en la dificil negociación de una deuda y su correspondiente partida crediticia.
De repente, y siempre hay un repente, pues a nuestro parecer nada se rompe mejor, explota la austeridad de la buenas intenciones por todos los poros: lamentos de sirena penetran en los oídos; explosiones a diestro y siniestro ensordece los tímpanos; los segmentos alocados en el interior del sintagma se separan en conflicto territorial por la independencia de sus núcleos. La dulce granada muestra el brillo de su color explosivo. La brisa conduce en sus ábregos vientos la escalada de una sombreada bruma, que descarrila por el resbalo de lágrimas en agitado llanto. Ni el santo loro aguanta, sus penas dejan de ser penas y su chillado nadie lo oye. Fue más una víctima de la Devorocracía, subvencionada por el poder de la Debocracia, determinante, ambas las fuerzas, del desastroso poder que la Austeridad del Deber inculca en la cabeza poco aireada de la Partitocracia.
Por favor, ayúdenme a recoger las penas del loro para que yo pueda devolvérselas a mi amigo Luis, y, con los intereses que el prestamista exija, consigamos reproducir tantos loros como tantos quepan en la gula del Creedor. Otra cosa será que a mi y al loro nos hagan entender como una pena depositada en la mano del deudor pueda transformarse en dos en la cuenta a crédito del prestamista.