Un fuerte viento de oriente orienta la galera en dirección al cabo de palos. Estoy ansioso para cambiar ideas sobre navegación con mi viejo amigo, el cartaginés Aníbal.
Como bien sabéis, me interesa conocer las razones por las cuales él cursó la historia de los grandes desplazamientos humanos, movilizando contingentes enormes entre Libia y España. Como es de suponer, mis remeros vikingos se muestran locos de rabia cuando les hablo del dominio cartaginés en España. Consigo aplacarlos ofertándoles algunas buchigangas y monedas cuñadas de la economía fenicia.
Al saber de donde yo vengo, Aníbal se muestra cético y desconfioso, pues, según él, fueron dos generales celtas oretanos los que dieron combate a Amílcar, su padre, a favor de los romanos. Muy experto, uno de mis marineros le contó que yo venia de una familia entre Camariñas y Cee, probablemente de la Barca, donde muge la rabiosa espuma del mar. Aníbal, aun sin conseguir disfrazar su eterno odio contra los guerreros de Berlusconi, me hacia ver los medios de derrotarlos con su arma mortal, el elefante guerrero. Yo pensé que si hubiera una manera de conciliar el mal olor que desprendían los musculosos vikingos con el sudoroso sabor de la caca gigante, en tiempos que el buen eco genético era desconocido, podría yo pasar a la historia con mucho mayor suceso que el habido por el animal de Aníbal.
Unos días antes, en Atenas, yo me había encontrado, bebiendo vino con Baco, con el inmortal amigo y geógrafo Pousanias. El me describió el mundo como era y yo pase a conocerlo como lo imagino: obscuro en su ritualidad, honesto en la descripción, perfecto en mi deseo. Por su narración, las pirámide de Egipto alcanzaban el cielo y su dios Hammon, que algunos pronuncian Ra-mon, fue foco de uno de los más complejos sistemas teológicos de los ancianos patricios. Amón representa la esencialidad de lo oculto y en Ra se manifiesta la revelación de lo divino. En él, Rá-mon, se centraliza la pobreza absoluta aliada con la piedad personal y un deseo loco de conducir la creación como una continuidad de sí mismo. Ra-mon, en su soledad teística, es dios único de si propio, por lo tanto, monoteísta inculto de tantos santos idolatrados.
Aníbal está con mucha prisa. Mi barco es lento y no consigue acompañarlo. Además de tener buenos remeros, como son los fenicios, la nariz gigante de los brutos elefantes nos hacen cree a todos que el cuento de atravesar los pirineos y después de andar descalzos por los Alpes helados se extenderá por la memoria de griegos y romanos, para, desde el Cairo hasta Bilbao, paseando por todas la rías, reiniciar la milonga histórica de un proceso sin paz, muy marcado por guerras púnicas y seguidas por un cavernoso grito de libertad.
“En tanto la edad lo permita, con hierro y fuego romperé los amarres de la malvada corrupción.”
Por hierro y fuego bogan a la deriva cuerpos inertes, casi todos atrofiados por el descalabro del norte africano. Su intención era alcanzar Paris o Roma. Se ahogaron en el foso del Mare Nostrum, ordenador de la historia ibérica, como se ahogaron en Sagunto las fuerzas que preferían el imperio a la buena vida aldeana.
El viento está fatal, nos alejan del estrecho de Sicilia por donde pretendíamos pasar. Penetro en el golfo de Gabes e intuyo que es un castigo de los cielos, pues acabo descubrir que, en los bajos de la galera, los vikingos conducen preso, para ser juzgado por el emperador Nero, mi amigo y apóstol Pablo, el mismo que escribía dulces epístolas a los Gálatas.
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