lunes, 24 de mayo de 2010

GERRA DE ESTRELLAS



A mi querido mixote don Luis Foderico del Loro.
Estoy impresionado con la multitudinaria y masiva participación del pueblo en las buenas vindas a los seres galácticos. Con muchísimo menos esfuerzo y una fracción insignificante de la inversión a fondo perdido hecho en la adquisición de máscaras representativas de la marabunta humana, quedaría yo satisfecho por haber nacido gallego y haber retornado a Galicia después de cuarenta años perdido en las galaxias.
Intuía yo haber algo extraño y diferente en el clima de Galicia. Todo había cambiado desde aquel cinco centenario año del Descubrimiento. Los dioses venían del espacio, de una otra Galicia, de una otra galaxia, aunque igualmente armados y disfrazados embusteros de siempre.  
En 25 de mayo de 1977 explotaba la granada de la Century Fox para dar a conocer al mundo un nuevo fenómeno cultural. Este fenómeno y sus hordas alienígenas deben haber entrado por el camino de Santiago, que por el mar tiene origen en Noya, sube a los montes de Barbanza y, después de algunos años escondidos en los dólmenes heráldicos de la era de la piedra y el ferrol fundido, deciden aterrar bien en el centro de la plaza do Obradoiro para un confronto secular con el apóstol Santiago.
-Loro! Reúne todos los hombres y mujeres de Mugardos y ordénales que tomen refugio en la Stela da Morte.
-Mi Gran cacique y señor Foderico, no hay en la isla gallega lugar imposible a esos seres malvados de cuerpo obscuro, impregnados de odio y discípulos del mal, homínidos que llegan al campo de la Stela  con ánimo de asumir el control de Santiago y apagar con cien millolitros de aguas negras del Barallobre el lumen que alumea as noites de Galiza.
De hecho, aquellas cabezas negras, con ojos de hormiga, encascadas con capuza de berberecho y por miolo lo que tiene un gusano, infundían terror en mi pensamiento, haciéndome creer que había llegado la hora del juicio final.
-Es una desengonzada fiesta- me advierte un paisano vestido de peregrino y con voz extraña. A estas alturas ya no confío en nadie. Desesperado, corrí alucinado queriendo escapar de estos horrendos invasores. Subí la escalinata comiendo los peldaños de tres a tres. Entré en la catedral y, como llave que abre la puerta de entrada, puse mis cinco dedos de la mano derecha en cinco huecos labrados  sobre una de las columnas del portal.
Conocía la catacumba de Jacob por haber sido escudero de mi vecino y paisano Antonio de Andrade, arquitecto en tiempos pasados de la torre del reloj. Corrí por la nave central en dirección al sepulcro. Me sentía seguro al lado del matamoros. Bajo los cascos de su caballo, empuñando la espada de fuego y conmigo bien abrazado a las crines del rabo, juntos daríamos combate a los infieles alienígenos vestidos de negro.
Mientras tanto mis triunfos, pobres triunfos pasajeros, eran una larga cita  de angustia y de pasión, al correr muerto de miedo no vi como un grupo de obreros estiraba una gruesa cuerda en la que colgaba enorme copa, humeante por incienso ardido y que muy indolente flotaba al embrujo de un impresionante vaivén.
La fatalidad se encuentra en el cruce de dos destinos. Un segundo antes y seria yo quien hubiera atropellado el botafumeiro. Un segundo después y fue el salero del botafuego quien colidió conmigo. El impacto fue tan insignificante que nadie percibió  como yo volaba batiendo asas por las alas del templo.
Cantaba Machin que los angelitos negros también se van al cielo. Pero yo era un ángel blanco, blanco, viejo y sin pelo. Condenado a volar por las tinieblas de este mundo insano, ahora me llaman Galorego, el que reúne toda la fuerza que mueve el botafumeiro.
-El tiempo urge, mi querido Loro, por las puertas de Ferrol avanza el gran gasero. Galicia Spirit lo llaman. Será como la Santa Maria, la Gallega del palomo quien armará la saga a una sombría guerra  para la conquista de Galaxia.
-Una guerra sin fin, mi amo querido.
- Tranquilo, Loro. Cuando te haga gobernador de esta magnífica tierra, gobernarás con sable de fuego y lo harás como nunca hubo alguien que lo hiciera.
- Observe, mi noble señor, que por tal aventura no pagarán un centavo. Si algo he de ganar será un enorme dolor de cabeza y, tal vez, la perdida de una oreja y una nariz más hinchada de tanto este marinero mixote  tropezar con torres eólicas esparramadas por la trilogía del cuento sobre los montes donde se estrella el viento.

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