lunes, 18 de enero de 2010

ÁNGELES NEGROS

El tamborileo de la pólvora, sonando al estallido de la fuerza contenida en un cartucho que se escucha al repicar el eco entre los montes del gran puerto de Colón, aunque me recuerden los días festivos  en el puerto ártabro de mi infante memoria, estremece mi  piel dándole aquel aspecto de gallo despenado por el embrujo del terror. Entre escombros de muertos, olor de infierno y gritos de angustia caminan los desesperados, unos con esperanza de encontrar sus entes queridos, aún vivos por la fe que tienen y la caridad que le da refuerzo; otros, armados de facones, corren atrás de una gota de agua y un trozo de pan para que no desvanezcan por el hambre que los martiriza en el tercer día de la resurrección.
En la era de la globalización la desgracia se contabiliza a los millones. Un millón y medio de haitianos perdieron sus lares, un cuarto de millón están heridos al relengo del tiempo, un centavo de un millón yacen muertos o enterrados vivos y cubiertos de cascajos hasta que el último resquicio  de aire respirable se consuma y la llama se apague por inanición del cuerpo herido. Como en la festividad de san Cristóbal, la calle se atasca de camiones, pero abarrotados por cadáveres en descomposición. Bandas tocan por doquier, son ladrones dirigidos por la batuta del hambre que los transforma en víctimas de su propio robo, mientras otros, sobrevivientes más débiles, se apiñan en improvisadas cabañas entre muertos y vivos, sin saber a lo cierto quien peor huele y quien más sufre.

No se como fui parar en aquel lugar tan sobrio. Cansado como estaba, debo haber dormido y por eso me alejé de la real vida. Pero, al llegar al pie del monte donde iniciaba la selva que se extendía valle abajo, miré hacia la ría y vi como a la ribera la cubría los rayos del sol. La visión arrancó de mi pecho el miedo que tenía, abriendo camino a la sufrida esperanza. Caminados pocos pasos, en mi frente se interpuso un astuto zorro que pedía que yo no siguiese en la trilla. No adelantaba cambiarla pues el zorro siempre estaba allí, a pocos pasos de mí. Algunas veces tenté vencerlo, otras tantas perdí. La alegría del empate duró poco y el miedo volvió a gobernar cuando delante de mí surgió un lobo enorme, hambriento y tan rabioso que el propio aire hervía por calor del aliento. De tanto miedo, corrí en la dirección de mis espaldas; corrí hasta alcanzar la caverna donde reina la niebla y con ella el sol no se mete. Por luces apagado, lloré en lengua del silencio y, cuando compungido quedé cansado, recé al padre nuestro que está en la cumbre, solicitando santificación a los muertos para apartarlos de los enemigos, del fusil y la pestilencia; ofreciendo perdón a quien con tanta furia los ha ofendido y no vuelva a caer en la tentación de arrancar el pan de otro ofendido, quien, padeciendo hambre por su nombre, también es santo, tiene alma en el cuerpos y en el cielo también lo quiere Dios.

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