miércoles, 27 de enero de 2010

DISENSO CALIFICATIVO

No lo digo por un simple hábito de contradecir, puesto que por tanta simpleza el hábito dejaría de ser burka para transformarse en un vicio contumaz. No es el caso de los capuchinos ni de las monjas ni de todos aquellos que, pensando, creemos que pensamos aunque no digamos nada cuando creemos que todo lo hemos dicho.
Toda fuerza, sea política o de cualquiera otra índole, lleva consigo el rango del consenso de la dirección, sentido e intensidad. Esto no es bueno ni malo porque todo objeto en su estado inercial sigue el destino de un impulso primario, aquel soplo que dejó de ser divino cuando lo retiramos del rego normal y lo depositamos en un córrego algures.
Territorio y lengua no son fuerzas. Son respuestas mentales a un estado de la naturaleza, muy capaz de mudarse a todo instante al capricho de una voluntad absolutamente incomprendida por la ciencia. Los políticos bien que consensuan promover su transformación y, desde Roma, Madrid y Washington, bien que se ha intentado conservar el territorio y ofrecerle unidad al toque marcial de una corneta,  soplada por bocas mercenarias, vestidas con pecho ardiente, brazos fuertes, visión firme y estrecha patronización por el murmullo de la leche materna, ésta sí, distinta e indivisible por naturaleza.
Obviamente, la lengua fue la obra más transcendental del ser humano. Ella tuvo origen en el primer soplo de la vida por un acto de parición. Nació espontanea al contraerse el pecho para absorción de todo el aire que podía absorber, originando  un estado inestable y de profundo agobio, resuelto con el primer grito de la animalidad humana. Pero este grito llevaba consigo el germen de la capitalidad, la ansiedad, el egoísmo de poseer y acaparar todo alrededor. Y todo a su alrededor era compuesto por la madre y una simple caverna, que servía de refugio inestable  a la familia (la única y verdadera nación). El hambre derivado de las sesiones de invierno se procuró resolver guardando visones tallados en la cueva de Altamira. Cuando el hambre apretaba la barriga, un feroz oso entraba en la caverna y exigía su parte de la pintura rupestre en vienes comibles. A la nación quedaba el consuelo digital de ver plasmado en la pared aquel rico animal. Fue necesario salir al campo y cuidarlo con esfuerzo y ahorro. Para proteger la cosecha, del  oso y otros animales de animalidad humana, fue necesario construir un rosario con caca de cabra. Fue así que nació, por consenso políticamente establecido a posteriori, el primer concepto de territorio asociado a una nación. No fue otra la razón que nos  animó hacer eco a la naturalidad de acágamos cuando creímos que el territorio que nos separa del territorio mayor era una nación.
Hoy, mi discurso,  muy distorsivo por el apático consenso de la trivialidad corporativa, viene partida en dos, cuando tres so los partidos que nos dividen y separan. Desafortunadamente, no hay más lógica cuando manda la lógica del territorio urbano y suelo industrial. El alcalde de muxía es un mero y útil detalle de la soflama por tojo y carne en la metáfora de Touriñan.
Disenso es la regla, mi buen amigo y paisano del país que hemos dejado. Disenso calificativo de la lóxica marciana que viene de Bruselas para imponernos la economía de escala. Dicen, y juran, que es para el bien del gallego (el oso). Siendo así, ¿qué mal puede haber por el consenso de ofrecer a los habitantes de Touriñan ricas piscinas, cubiertas con verdes tejados y una pintura de lindos venados para que se la coman cuando desempleados lloren enterrados en cuevas de alta mira?.

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